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Herme Cerezo

Cuentos y más cuentos (II). John Cheever y su gente corriente

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El año 2006, además de las conmemoraciones de turno, parece decidido a recuperar un género literario un tanto olvidado pero que, a mi juicio, goza de buena salud y mejor futuro: los cuentos, un territorio especialmente apropiado para el hombre del siglo XXI.

El cuento es un chispazo, un apagón, un fogonazo, un vaso de agua fría, un golpe súbito, algo que nos sacude brevemente, que nos mete en situación con la misma rapidez que nos saca de ella. Por esa cualidad de urgencia e inminencia, es apto para el hombre de hoy que sólo dispone de tiempo para su trabajo o para esas interminables esperas en estaciones, semáforos y aeropuertos y que, por descontado, no se siente capaz de engullir novelones de seiscientas o más páginas, obras que, por muy atractivas que se antojen, terminan convertidas en cargas de profundidad, auténticos lastres, cuya lectura cuesta retomar porque fácilmente se olvida el hilo argumental.

Eso no ocurre con el cuento. Porque el cuento se suele leer de un tirón, lo cual es muy saludable, sobre todo si uno es impaciente. No hay que esperar varios días para conocer su resolución después de haber sido atrapados por sus propuestas, por sus misterios, por sus intrigas. Esta rapidez innata del cuento, esa inmediatez, también le confiere otra cualidad interesante: su lectura es fácilmente intercalable en medio de la degustación de alguno de esos “tochos” a los que aludía anteriormente.

Pero vuelvo al principio. Decía que 2006 nos traía la recuperación del cuento, o del relato breve si prefieren, ya que algunos editores parecen dispuestos a apostar por este género. Y lo hacen a nivel de recopilaciones, como la que hoy vamos a comentar.

Emecé Editores, recién salió de la guillotina, bajo el título de ‘Relatos 1’ y ‘Relatos 2’, ha recuperado los cuentos “completos” del escritor norteamericano John Cheever (Quincy, Massachussets, 1912-1982). Entrecomillo “completos” porque todavía quedan desperdigados por revistas y antologías varias otros sesenta y ocho relatos de este prolífico escritor, que nadie se ha encargado todavía de recopilar.

El cuento de Cheever es un remanso de historias corrientes, de gente corriente, para gente corriente, pequeños universos donde los personajes viven sus miserias y sus glorias sin más trascendencia que la repercusión de estos incidentes en sus vidas respectivas, algo ya de por sí suficientemente importante porque no hay nada que le importe más a uno que lo que le sucede a él mismo y a los suyos. Los cuentos de Cheever se desarrollan en la atmósfera de la clase media norteamericana y reflejan las perplejidades y pruebas con las que la vida sacude a este estrato social. Problemas que en otros sectores parecerían fútiles o absurdos, pero que en éste constituyen todo su universo. El retrato auténtico de un modo de entender la vida.

Al final del segundo volumen, o sea de ‘Relatos 2’, el escritor Rodrigo Fresán incluye un interesante estudio titulado ‘Apuntes para una teoría del Universo’. Y de él quiero entresacarles un par de cosas que se me antojan, al menos, curiosas. La primera de ellas es la pregunta que el propio Cheever se formula a sí mismo sobre los lectores de relatos breves: ¿Quién lee cuentos hoy en día? Y esta es la respuesta del escritor de Massachussets: “me gusta pensar que los leen hombres y mujeres en la sala de espera de un dentista mientras esperan su turno, que los leen en viajes transcontinentales en avión en lugar de ver películas banales y vulgares para matar el tiempo; que los leen hombres y mujeres sagaces y bien informados que parecen sentir que la ficción narrativa puede contribuir a nuestra comprensión de unos y otros y, algunas veces, del mundo que nos rodea”.

La segunda y última es una curiosidad sobre cómo fueron escritos la mayoría de estos relatos, explicada también por el propio Cheever: “Por las mañanas me ponía mi traje y cogía el ascensor hasta el cuarto sin ventanas en el sótano donde trabajaba. Ahí lo colgaba en una percha, escribía hasta el anochecer, me vestía y regresaba hasta nuestro apartamento. Muchos de mis cuentos fueron escritos en calzoncillos”.

Sobre esto último, alguien me apuntó una vez que Cheever observaba la costumbre de ponerse el traje todos los días únicamente para llevar a sus hijos al colegio. Después regresaba a casa y bajaba al sótano donde en calzoncillos escribía sus cuentos y novelas. Ese mismo alguien me comentó que Cheever hacía esto porque sentía vergüenza de que sus hijos supieran que era escritor, ya que no consideraba su oficio como algo socialmente “respetable”. ¿Una extravagancia, una manía o simplemente vergüenza? Sólo Cheever lo sabe y ya no podrá aclarárnoslo. Una lástima.

Cuentos y más cuentos (II). John Cheever y su gente corriente

Herme Cerezo
Herme Cerezo
martes, 3 de octubre de 2006, 00:49 h (CET)
El año 2006, además de las conmemoraciones de turno, parece decidido a recuperar un género literario un tanto olvidado pero que, a mi juicio, goza de buena salud y mejor futuro: los cuentos, un territorio especialmente apropiado para el hombre del siglo XXI.

El cuento es un chispazo, un apagón, un fogonazo, un vaso de agua fría, un golpe súbito, algo que nos sacude brevemente, que nos mete en situación con la misma rapidez que nos saca de ella. Por esa cualidad de urgencia e inminencia, es apto para el hombre de hoy que sólo dispone de tiempo para su trabajo o para esas interminables esperas en estaciones, semáforos y aeropuertos y que, por descontado, no se siente capaz de engullir novelones de seiscientas o más páginas, obras que, por muy atractivas que se antojen, terminan convertidas en cargas de profundidad, auténticos lastres, cuya lectura cuesta retomar porque fácilmente se olvida el hilo argumental.

Eso no ocurre con el cuento. Porque el cuento se suele leer de un tirón, lo cual es muy saludable, sobre todo si uno es impaciente. No hay que esperar varios días para conocer su resolución después de haber sido atrapados por sus propuestas, por sus misterios, por sus intrigas. Esta rapidez innata del cuento, esa inmediatez, también le confiere otra cualidad interesante: su lectura es fácilmente intercalable en medio de la degustación de alguno de esos “tochos” a los que aludía anteriormente.

Pero vuelvo al principio. Decía que 2006 nos traía la recuperación del cuento, o del relato breve si prefieren, ya que algunos editores parecen dispuestos a apostar por este género. Y lo hacen a nivel de recopilaciones, como la que hoy vamos a comentar.

Emecé Editores, recién salió de la guillotina, bajo el título de ‘Relatos 1’ y ‘Relatos 2’, ha recuperado los cuentos “completos” del escritor norteamericano John Cheever (Quincy, Massachussets, 1912-1982). Entrecomillo “completos” porque todavía quedan desperdigados por revistas y antologías varias otros sesenta y ocho relatos de este prolífico escritor, que nadie se ha encargado todavía de recopilar.

El cuento de Cheever es un remanso de historias corrientes, de gente corriente, para gente corriente, pequeños universos donde los personajes viven sus miserias y sus glorias sin más trascendencia que la repercusión de estos incidentes en sus vidas respectivas, algo ya de por sí suficientemente importante porque no hay nada que le importe más a uno que lo que le sucede a él mismo y a los suyos. Los cuentos de Cheever se desarrollan en la atmósfera de la clase media norteamericana y reflejan las perplejidades y pruebas con las que la vida sacude a este estrato social. Problemas que en otros sectores parecerían fútiles o absurdos, pero que en éste constituyen todo su universo. El retrato auténtico de un modo de entender la vida.

Al final del segundo volumen, o sea de ‘Relatos 2’, el escritor Rodrigo Fresán incluye un interesante estudio titulado ‘Apuntes para una teoría del Universo’. Y de él quiero entresacarles un par de cosas que se me antojan, al menos, curiosas. La primera de ellas es la pregunta que el propio Cheever se formula a sí mismo sobre los lectores de relatos breves: ¿Quién lee cuentos hoy en día? Y esta es la respuesta del escritor de Massachussets: “me gusta pensar que los leen hombres y mujeres en la sala de espera de un dentista mientras esperan su turno, que los leen en viajes transcontinentales en avión en lugar de ver películas banales y vulgares para matar el tiempo; que los leen hombres y mujeres sagaces y bien informados que parecen sentir que la ficción narrativa puede contribuir a nuestra comprensión de unos y otros y, algunas veces, del mundo que nos rodea”.

La segunda y última es una curiosidad sobre cómo fueron escritos la mayoría de estos relatos, explicada también por el propio Cheever: “Por las mañanas me ponía mi traje y cogía el ascensor hasta el cuarto sin ventanas en el sótano donde trabajaba. Ahí lo colgaba en una percha, escribía hasta el anochecer, me vestía y regresaba hasta nuestro apartamento. Muchos de mis cuentos fueron escritos en calzoncillos”.

Sobre esto último, alguien me apuntó una vez que Cheever observaba la costumbre de ponerse el traje todos los días únicamente para llevar a sus hijos al colegio. Después regresaba a casa y bajaba al sótano donde en calzoncillos escribía sus cuentos y novelas. Ese mismo alguien me comentó que Cheever hacía esto porque sentía vergüenza de que sus hijos supieran que era escritor, ya que no consideraba su oficio como algo socialmente “respetable”. ¿Una extravagancia, una manía o simplemente vergüenza? Sólo Cheever lo sabe y ya no podrá aclarárnoslo. Una lástima.

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