El reciente Debate sobre el Estado de la Nación nos ha dejado, como casi siempre, un agridulce sabor de boca. El juego democrático nos invita a ser partícipes de las principales sesiones de las Cortes Generales, y gracias a la televisión y la radio –ahora también a internet- hemos podido seguir en directo las intervenciones de los líderes políticos. Aunque no lo creamos, esto es un lujo. Sólo hay que mirar treinta años atrás para darnos cuenta.
El problema viene después. Por un lado, las declaraciones de los representantes políticos hacen temblar nuestros cimientos ideológicos. Mensajes catastrofistas o autocomplacientes, insolidarios o amnésicos... El panorama se vuelve, en muchas ocasiones, desesperanzador. Más aún cuando uno lee la prensa o escucha las tertulias radiofónicas. ¿Quién ganó, Zapatero o Rajoy? A las puertas del mundial de fútbol, muchos se empeñan en seguir planteando la política como una contienda entre dos, en la que unos ganan y otros salen derrotados. Parece que CIU, PNV, ERC, IU, CC, BNG, NA-BAI, CHA y EA no estuvieron presentes en el hemiciclo.
Es la historia de siempre: buscamos vencedores y vencidos. Pero es necesario comprender que mientras sigamos viendo el juego democrático como un simple enfrentamiento bipartidista, los derrotados seremos todos. Porque el mundo no es blanco o negro, no está hecho de buenos y malos. Los planteamientos maniqueos que abundan en el mensaje político y mediático de la España de hoy nos sumen un en continuo debate del absurdo, en el cual resulta muchas veces imposible ver las cosas con un poco de cordura.
Una vez más vence la simpleza, el espectáculo, la incultura política. Y como casi siempre, pierde la Democracia.