Los pistones vibran con toda la potencia de una Indian de 1920 modificada para la ocasión en una emocionante carrera por la playa. El ruido de los motores en marcha, inconfundible, ilumina los ojos de los participantes. Todo está dispuesto para que Burt Munro y su Scout Special con el carenado rojo y el número 35 en letras de oro salpique arena a trescientos kilómetros por hora.
La pasión de este neozelandés inquieto por alcanzar cotas inauditas de velocidad punta a bordo de una antigua motocicleta reformada pieza a pieza por él mismo durante más de cuarenta años ya fue objeto de un documental en 1971, Offerings to the god of speed, dirigido también por Roger Donaldson con un Munro ya consagrado que continuaba con los cinco sentidos encima de su moto.
Dice Donaldson que en Nueva Zelanda la gente anima a sus convecinos a conquistar sus anhelos, sus metas individuales. Este ideal utópico de bondad y adhesión desinteresada hacia los objetivos del prójimo no se podría haber construido sin gente como Burt Munro, un hombre que no busca reconocimiento social o remuneración alguna. Un ejemplo típico del espíritu de superación anglo capaz de soliviantar el carácter de una comunidad encadenada en la rutina, nos quiere decir Donaldson.
Algunos se casan, compran una bonita casa y tienen unos críos encantadores, pero Munro no era de ese tipo de personas. The World's Fastest Indian (Burt Munro: Un sueño, una leyenda) puede hacernos creer que la vida es algo más que el estatus de normalidad en el que nos hemos apoltronado una vez descartada la ínfima posibilidad de cumplir nuestros sueños (o lo que creemos que son nuestros sueños): la gente ambiciosa sucumbe ante las adversidades externas o termina por acomodar su existencia a una vida más mediocre de lo que había imaginado, lo que convierte el caso de Munro en algo excepcional. No se trata de un empresario bien avenido dando rienda suelta a sus hobbys, ni de un ricachón excéntrico de los que compran viajes al espacio como abonos de metro. Burt Munro logró concentrar toda su vida en una pasión inamovible y una meta difícil de tocar: superar el récord de velocidad en moto durante la celebración de la Semana de la Velocidad en el gran lago salado de Bonneville, Utah, prueba que todavía hoy reúne a los prototipos más rápidos del planeta.
Las penurias que Munro tuvo que pasar desde 1920 (fecha en la que compra la famosa Indian Scout) hasta 1962 (cuando por fin llega a Bonneville y bate el ansiado récord) las podemos intuir con sólo un par de minutos de película. Primero las quejas de los vecinos por el espantoso ruido de la moto al canto del gallo; luego, la panorámica sobre su pequeño taller; el trabajo manual con el titanio; las piezas, todas de artesanía propia, que hacen de su vehículo un collage motorizado; el pesimismo de la pequeña comunidad de Invercargill, salvado por un niño que le acompaña en cada movimiento, enamorado del apasionamiento del piloto…
Sin embargo, y a riesgo de caer en una contradicción, si algo desprende esta película es idealismo. No importa que Burt tenga que trabajar limpiando platos en el barco para pagarse el billete a Los Angeles; tampoco compete al director/guionista crear conflictos entre el anciano neozelandés y la nueva ola contracultural que sacudía a Estados Unidos en los sesenta. Munro/Hopkins termina por caerles bien a todos, incluso a sus rivales de Bonneville. Munro el hombre no tiene prejuicio alguno contra las formas nuevas de la sociedad y Munro piloto no descansa por conseguir los ansiados cinco minutos de placer que lleva deseando más de media vida. Donaldson tenía en cuenta todo esto en el momento de ponerse a escribir, por eso The World's Fastest Indian es una película tan alegre y fácil de ver que nos costará dejar de pensar en ella… en él.