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En contadas ocasiones nos embarcamos en la aventura de acercarnos al centro de nuestra Málaga

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Hace unos cuantos días escuchaba hablar a un urbanista catalán del milagro conseguido tras el embellecimiento de la ciudad malacitana. Muchas veces, los que la recorremos con frecuencia, no notamos los cambios significativos que se van produciendo cada día. Esta metamorfosis tiene como consecuencia inmediata el que se ha convertido en bella y agradable para el visitante y bastante incómoda para el indígena.


Recuerdo mi primera visita a las grandes capitales del mundo, en especial cuando estuve en Londres allá por el 1973. Para llegar a mi destino final, amén del vuelo desde Málaga, tuve que coger un tren, un autobús, otro tren, un metro y, finalmente un taxi. Toda una odisea.

En nuestra ciudad pasa algo similar: tengo que bajar en el coche hasta el autobús, desplazarme en el mismo hasta donde puedo (ahí están las eternas obras del metro que impiden más recorrido) y, posteriormente recorrer a pie mi particular Tour por “the center of de town”, frase que no he dejado de escuchar a lo largo de toda la mañana pronunciada por los guías, provistos de megáfonos, que pululan por nuestras calles rodeados de turistas.

Málaga se ha convertida en una mezcla a la española de un zoco marroquí, del SOHO londinense y la “rive gauche” parisina. Riadas de turistas a pié, en bicicleta, en una especie de carritos hindúes, en patineta y en unos bichos con dos ruedas -que no se como se llaman-, recorren las calles, comen y beben en los cien mil bares, garitos, restaurantes, puestos de almendras y similares, compran baratijas típicas mientras arrasan los monumentos con sus móviles y tablets en ristre y con sus pintas de guiris consuetudinarias.

Todo ello crea una atmosfera especial. Una ciudad llena de obras en su corazón, con una plaza principal invadida por una especie de grada del Roland Garrós y rodeada por centenares de niños (y sus padres correspondientes) que cambian estampas en una esquina de la misma. Un conato de manifestación reivindicativa ocupa otra parte y, el resto, los habituales vendedores de relojes de segunda mano y otros comercios similares.

Caminar por la zona es casi imposible, entrar a la catedral para hacer oración es una aventura, circular por calle Santa María… un slalom entre mesas de bares, expositores de zarandajas y ¡hasta un nazareno perfectamente equipado en la puerta de una antigua cerería!

Mientras tanto, enfrente, en la esquina de calle Sánchez Pastor me topo por una mesa llena de refrescos que ocupan cinco damas perfectamente ataviadas a lo musulmán con sus cabezas cubiertas y unos ropajes que indican poderío económico.

De músicos para que hablar, todos muy buenos, junto a los mimos, los pintores, los vagabundos, los mendigos y los vendedores de abalorios. He echado de menos a mi viejo amigo de la flauta y el perro que nos destrozaba los tímpanos en Calle Santa María hace años.

No me he atrevido a bajar por Calle Larios. Mi cuerpo no daba para más. Al cruzar el puente “alemán” de Santo Domingo, me he encontrado con el ensayo de unos hombres de trono deambulando por los alrededores de Santo Domingo. Mientras, en la cercanía, suena la banda de la Expiración que ensaya a trompazo desatado.

Toda esa vorágine de sensaciones ha dado pie a mi inspiración y me ha permitido presentarles mentalmente un cuadro naif malagueño, al estilo de los de mi amigo Jaime Díaz Ritwaggen. A los mayores malacitanos aun nos queda alguna Campana, la Casa del Guardia, el limpia de la Cosmopolita y los churros de Aranda. La buena noticia de hoy me la suministra esta ciudad que todo lo acoge y que es hospitalaria como ninguna. Por eso nuestras calles están llenas todo el año de personas que viene a disfrutarla, aunque a algunos nos fastidien los viejos recuerdos de una Málaga más tranquila. Por cierto, les acompaño la foto del pseudo-trono. Es otra novedad.

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En contadas ocasiones nos embarcamos en la aventura de acercarnos al centro de nuestra Málaga
Manuel Montes Cleries
lunes, 1 de abril de 2019, 16:37 h (CET)

Hace unos cuantos días escuchaba hablar a un urbanista catalán del milagro conseguido tras el embellecimiento de la ciudad malacitana. Muchas veces, los que la recorremos con frecuencia, no notamos los cambios significativos que se van produciendo cada día. Esta metamorfosis tiene como consecuencia inmediata el que se ha convertido en bella y agradable para el visitante y bastante incómoda para el indígena.


Recuerdo mi primera visita a las grandes capitales del mundo, en especial cuando estuve en Londres allá por el 1973. Para llegar a mi destino final, amén del vuelo desde Málaga, tuve que coger un tren, un autobús, otro tren, un metro y, finalmente un taxi. Toda una odisea.

En nuestra ciudad pasa algo similar: tengo que bajar en el coche hasta el autobús, desplazarme en el mismo hasta donde puedo (ahí están las eternas obras del metro que impiden más recorrido) y, posteriormente recorrer a pie mi particular Tour por “the center of de town”, frase que no he dejado de escuchar a lo largo de toda la mañana pronunciada por los guías, provistos de megáfonos, que pululan por nuestras calles rodeados de turistas.

Málaga se ha convertida en una mezcla a la española de un zoco marroquí, del SOHO londinense y la “rive gauche” parisina. Riadas de turistas a pié, en bicicleta, en una especie de carritos hindúes, en patineta y en unos bichos con dos ruedas -que no se como se llaman-, recorren las calles, comen y beben en los cien mil bares, garitos, restaurantes, puestos de almendras y similares, compran baratijas típicas mientras arrasan los monumentos con sus móviles y tablets en ristre y con sus pintas de guiris consuetudinarias.

Todo ello crea una atmosfera especial. Una ciudad llena de obras en su corazón, con una plaza principal invadida por una especie de grada del Roland Garrós y rodeada por centenares de niños (y sus padres correspondientes) que cambian estampas en una esquina de la misma. Un conato de manifestación reivindicativa ocupa otra parte y, el resto, los habituales vendedores de relojes de segunda mano y otros comercios similares.

Caminar por la zona es casi imposible, entrar a la catedral para hacer oración es una aventura, circular por calle Santa María… un slalom entre mesas de bares, expositores de zarandajas y ¡hasta un nazareno perfectamente equipado en la puerta de una antigua cerería!

Mientras tanto, enfrente, en la esquina de calle Sánchez Pastor me topo por una mesa llena de refrescos que ocupan cinco damas perfectamente ataviadas a lo musulmán con sus cabezas cubiertas y unos ropajes que indican poderío económico.

De músicos para que hablar, todos muy buenos, junto a los mimos, los pintores, los vagabundos, los mendigos y los vendedores de abalorios. He echado de menos a mi viejo amigo de la flauta y el perro que nos destrozaba los tímpanos en Calle Santa María hace años.

No me he atrevido a bajar por Calle Larios. Mi cuerpo no daba para más. Al cruzar el puente “alemán” de Santo Domingo, me he encontrado con el ensayo de unos hombres de trono deambulando por los alrededores de Santo Domingo. Mientras, en la cercanía, suena la banda de la Expiración que ensaya a trompazo desatado.

Toda esa vorágine de sensaciones ha dado pie a mi inspiración y me ha permitido presentarles mentalmente un cuadro naif malagueño, al estilo de los de mi amigo Jaime Díaz Ritwaggen. A los mayores malacitanos aun nos queda alguna Campana, la Casa del Guardia, el limpia de la Cosmopolita y los churros de Aranda. La buena noticia de hoy me la suministra esta ciudad que todo lo acoge y que es hospitalaria como ninguna. Por eso nuestras calles están llenas todo el año de personas que viene a disfrutarla, aunque a algunos nos fastidien los viejos recuerdos de una Málaga más tranquila. Por cierto, les acompaño la foto del pseudo-trono. Es otra novedad.

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