La falta de comedimiento del director Joe Roth (La pareja del año) en todo lo que tiene relación con la puesta en escena es lo que termina por desacreditar El color del crimen. Las cualidades más significativas de este thriller, su atmósfera opresiva y las consecuencias que desata el supuesto secuestro de un niño blanco sobre un barrio negro, confeccionan un ritmo bastante ajetreado, confuso, que si bien muchas veces se asimila al mismo desasosiego de la protagonista (la madre del niño secuestrado, interpretada con poca credibilidad por Julianne Moore) y su acompañante policial (Samuel L. Jackson haciendo de nigger, como todo buen actor de color en Hollywood), en varios momentos de la película parece no saber muy bien adonde ir.
Me refiero a una concepción del montaje que ya no es heredera de la televisión, sino directamente adoptada (que no adaptada) de las últimas series norteamericanas: C.S.I., Las Vegas y demás. Mediado el metraje, una partida de búsqueda se introduce en el bosque de Freedomland, buscando al niño en un antiguo centro de menores. Para mostrar el exterior del edificio en ruinas, que nunca podemos ver en toda su plenitud arquitectónica, Joe Roth opta por el corte abusivo de planos con escasa duración (planos fijos, grúas, desde helicópteros...), provocando una cierta intranquilidad -entendida desde la confusión- en el espectador ante tanta incontinencia (no sabemos cómo es el edificio en ningún momento y los personajes se nos hacen cada vez más remotos porque la planificación, lejos de responder a cuestiones de índole narrativa, basa su "provocación" en el supuesto vértigo que debieran producir los movimientos rápidos y la abrupta oscilación de los ángulos de cámara). Una vez dentro, esta vez sí, el montaje se apoya en imágenes más sugestivas, como esas zapatillas que significan los padecimientos que han tenido lugar en la ominosa institución.
El realizador vuelve a repetir el proceso cada vez que se le antoja, sin ningún tipo de continuidad o premeditación aparente. Al margen de la banalidad de muchos diálogos, alargados más de una vez hasta el ridículo más absoluto, durante el interrogatorio que tiene lugar cerca del final tenemos la desgracia de asistir nuevamente a otro maremágnum de dirección: la cámara "se detiene" en el rostro de Lorenzo (Jackson), instantes después de la confesión de Brenda y de su ataque de furia. Bastaba con un plano -de una duración mediatizada por las necesidades del guión, quizá captando la expresión del actor en ese instante concreto-, y sin embargo Roth nos "deleita" con varios cortes: un plano con la cámara detrás del personaje, otro en diagonal, un picado... siempre con la intención de mantenernos alerta, de que no perdamos comba, no vayamos a aburrirnos si el plano dura más de cinco segundos. A mi entender, sus métodos instigan lo contrario.