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Marcos Méndez

'Míos, tuyos y nuestros', de Raja Gosnell

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Dennis Quaid (Frank Beardsley) y Rene Russo (Helen North) tienen ocho y diez hijos respectivamente. Ambos están solteros, viudos, viven con un estrés terrible y mantienen a sus familias como buenamente pueden. Cuando surge el encuentro y nos enteramos de que son antiguos amantes de la Universidad, ya podemos hacernos una composición de lugar exacta y discernir el final de todas las carreteras -principales y secundarias- por las que se moverá el hilo argumental de Míos, tuyos y nuestros, película, dicho sea de paso, más vista que Aquí hay tomate.

No hay problema. La costumbre nos ha hecho sufridores empedernidos, nuestros respectivos estómagos soportan cualquier brote (últimamente epidémico) de ñoñismo sin rodeos, y la válvula mitral de nuestros corazones ya no se resiente por la repetición, la pérdida de tiempo, el vacío total. Cuando una película se ha visto tantas veces (y aún por encima estamos hablando de un remake: el original fue dirigido por Melville Shavelson en 1968, con Henry Fonda y Lucille Ball encarnando al matrimonio protagonista), con el mismo formato pero con diferentes caras, llegamos a un punto crítico sobre el que agitarnos, como si estuviésemos sobre una plataforma giratoria escudriñándolo todo con una lupa a lo Shelock Holmes, e intentamos extraer algo de oro bajando a las profundidades de una mina de estaño. Lo que encontramos no siempre es interesante -desde luego no tanto como las evidencias deductivas del personaje de Conan Doyle-, pero al menos sirve para pasar un rato desagradable -por desapasionado- de la manera más curiosa, más inquieta.

Sin ir más lejos, podemos aumentar el zoom sobre los movimientos de los actores, sus tics, sus formas de caminar y gesticular. Dennis Quaid, acostumbrado a lidiar con papeles de esta guisa, se siente cómodo dando vida a un oficial de la Marina lastrado por la pérdida de su esposa. En casa impone una disciplina militar insólita a sus hijos e hijas, algo a lo que no están acostumbrados los North, pues el personaje de Rene Russo es como la Susan Sarandon que vemos en los mítines electoralistas: liberal, si entendemos el concepto desde una óptica umbría que se ciñe a un cuarto desordenado, llevar el pelo bastante largo y tener adoptados unos cuantos críos de diferentes etnias. Así pues, Dennis Quaid se pasa toda la película ordenando "firmes", intentando hacer cumplir con estrictos horarios domésticos, con el pecho ampuloso y la frente clara, mientras el personaje de la Russo pone patas arriba todos estos conceptos de jerarquía y disciplina militar. Una de las fijaciones más interesantes viene del ritmo de los actores (no confundir con el ritmo de la película, calibrado desde la planificación y el montaje): su velocidad, su ligereza de movimientos, todo está conectado para parecer una película con personajes agobiados, sin apenas tiempo para relajarse, imparables. Este hecho, “constatable” en cualquier película de acción como la síntesis de todos los elementos del film, se nos aparece en Míos, tuyos y nuestros como un recurso comercialmente aceptable, es decir, pretendidamente inverosímil.

Estas y otras cuestiones, no demasiado influyentes en el devenir del relato, marcan a fuego una película situada en el centro del campo, entre la defensa de la tradición clásica y la delantera, veloz, de los tiempos modernos.

'Míos, tuyos y nuestros', de Raja Gosnell

Marcos Méndez
Marcos Méndez
lunes, 22 de mayo de 2006, 12:00 h (CET)
Dennis Quaid (Frank Beardsley) y Rene Russo (Helen North) tienen ocho y diez hijos respectivamente. Ambos están solteros, viudos, viven con un estrés terrible y mantienen a sus familias como buenamente pueden. Cuando surge el encuentro y nos enteramos de que son antiguos amantes de la Universidad, ya podemos hacernos una composición de lugar exacta y discernir el final de todas las carreteras -principales y secundarias- por las que se moverá el hilo argumental de Míos, tuyos y nuestros, película, dicho sea de paso, más vista que Aquí hay tomate.

No hay problema. La costumbre nos ha hecho sufridores empedernidos, nuestros respectivos estómagos soportan cualquier brote (últimamente epidémico) de ñoñismo sin rodeos, y la válvula mitral de nuestros corazones ya no se resiente por la repetición, la pérdida de tiempo, el vacío total. Cuando una película se ha visto tantas veces (y aún por encima estamos hablando de un remake: el original fue dirigido por Melville Shavelson en 1968, con Henry Fonda y Lucille Ball encarnando al matrimonio protagonista), con el mismo formato pero con diferentes caras, llegamos a un punto crítico sobre el que agitarnos, como si estuviésemos sobre una plataforma giratoria escudriñándolo todo con una lupa a lo Shelock Holmes, e intentamos extraer algo de oro bajando a las profundidades de una mina de estaño. Lo que encontramos no siempre es interesante -desde luego no tanto como las evidencias deductivas del personaje de Conan Doyle-, pero al menos sirve para pasar un rato desagradable -por desapasionado- de la manera más curiosa, más inquieta.

Sin ir más lejos, podemos aumentar el zoom sobre los movimientos de los actores, sus tics, sus formas de caminar y gesticular. Dennis Quaid, acostumbrado a lidiar con papeles de esta guisa, se siente cómodo dando vida a un oficial de la Marina lastrado por la pérdida de su esposa. En casa impone una disciplina militar insólita a sus hijos e hijas, algo a lo que no están acostumbrados los North, pues el personaje de Rene Russo es como la Susan Sarandon que vemos en los mítines electoralistas: liberal, si entendemos el concepto desde una óptica umbría que se ciñe a un cuarto desordenado, llevar el pelo bastante largo y tener adoptados unos cuantos críos de diferentes etnias. Así pues, Dennis Quaid se pasa toda la película ordenando "firmes", intentando hacer cumplir con estrictos horarios domésticos, con el pecho ampuloso y la frente clara, mientras el personaje de la Russo pone patas arriba todos estos conceptos de jerarquía y disciplina militar. Una de las fijaciones más interesantes viene del ritmo de los actores (no confundir con el ritmo de la película, calibrado desde la planificación y el montaje): su velocidad, su ligereza de movimientos, todo está conectado para parecer una película con personajes agobiados, sin apenas tiempo para relajarse, imparables. Este hecho, “constatable” en cualquier película de acción como la síntesis de todos los elementos del film, se nos aparece en Míos, tuyos y nuestros como un recurso comercialmente aceptable, es decir, pretendidamente inverosímil.

Estas y otras cuestiones, no demasiado influyentes en el devenir del relato, marcan a fuego una película situada en el centro del campo, entre la defensa de la tradición clásica y la delantera, veloz, de los tiempos modernos.

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