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El último libro de Evaristo Páramos Pérez es una muy grata sorpresa literaria

Un sillón en la RAE para Evaristo Páramos

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Evaristo Páramos posee una elocuencia muy punki. Su competencia oral y la escrita son exactamente iguales, como cualquiera podrá corroborar a poco que atienda a cualquier entrevista de entre las realizadas al interfecto o incursione en cualquiera de sus libros, como por ejemplo en el último, “Qué dura es la vida del artista” (Desacordes, 2018), una suerte de autobiografía épica de sus años con La Polla Records administrada en breves o muy breves píldoras que, al fin, son retazos de memoria atesorados por el recuerdo del que hoy es un abuelo colectivizado, joven y lúcido, que continúa activísimo y perspicaz como siempre; peligrosamente vivo. Sí, sus señorías, Evaristo cuando escribe posee la misma soltura, facundia y repajolera gracia que cuando habla, con ese punto agreste atenuado por el tono baturrico, patente, como no puede ser de otro modo, en el recurrente uso del morfema “-ico” al cabo de muchos de los múltiples lexemas que sustentan el caudaloso torrente de vocablos que por minuto que expele el prenda.


Ágil de mente, pese a lo que reconoce haberse castigado (no haciendo alardeo de tal cosa sino tratando de aprovechar la circunstancia para lanzar un aviso a navegantes destinado, fundamentalmente, a las nuevas generaciones), la misma presteza destila su prosa trepidante y llana pero no exenta de enjundia, pues Evaristo Páramos se expresa con grande propiedad, lo que ocurre es que gusta de adobar el conjunto con sus neológicas procacidades, que le otorgan su punto de pimienta al conjunto. Él acostumbra a ser humilde y a advertir que la suya no es una prosa docta, ante lo que disiento, toda vez que él siempre fue un gran escritor (sus canciones lo atestiguan: con un fondo sesudo administrado de manera divulgativamente irreverente; combinando el término discriminado con el exabrupto. Ya dije algo parecido en un artículo que escribí hace unos años: “El lirismo bronco de Evaristo Páramos”). Al fin, el libro que nos ocupa no es sino un compendio de historias recordadas por un goliardo que iba con su banda entonando sus canciones por los pueblos, primero del norte y poco a poco por muchos otros parajes hasta conseguir situar sus letras en el imaginario colectivo.


En el libro nos cuenta Evaristo cómo una casete de los Sex Pistols (obtenida mediante el canje por un blusón regional) primero, y un concierto de los Ramones en el Velódromo de San Sebastián (Guipuzcoa. No podía ser de los Reyes, claro) más tarde, supusieron una revelación y un modo de hacer respectivamente, y en conjunto un camino a seguir.


El compendio de recordaciones aunado en esta obra hacen muy difícil definir exactamente en qué género o subgénero se la podría situar, ya que posee muy diversos elementos. Por ejemplo, tiene muy numerosos pasajes costumbristas, de los que destacaría los situados en bares de abuelos: “Bastantes veces (muy aldeano, lo sé), a la vuelta de un viaje parábamos un rato en el bar Agurain. A esas horas coincidíamos con una cuadrillica de agüelos que se levantaban pronto por sus cosas y un poco por el alcoholismo, y allí pasábamos unos raticos de mestizaje cultural, por llamarlo de alguna manera” (p. 54). Muy galdosiano se me antoja por momentos, como digo; asimismo, de alguna manera, emparenta también el texto con cierta literatura didáctica (se me viene el libro del ‘Conde Lucanor’), toda vez que en la mayor parte de los capítulos incluye una suerte de apólogos, una especie de posdatas a colación de lo contado que vendrían a ser unas sugeridoras notas (no siempre a pie de página) que invitan al curioseo allende lo relatado: “Ya veis querid@s jóvenes, jóvenas y el resto de géneros, que en esta jodida vida siempre se puede aprender algo a poco que esté un@ atent@, y si no es el momento, se puede aprender más tarde (si no estás muerto) o yo qué sé” (p. 113); “¿Qué aprendimos aquí? Nada, ya sabíamos que el mundo está lleno de gelipollas y, también, que hace más daño un tonto que un cabrón, porque al cabrón lo ves venir pero el tonto te la lía cuando menos te lo esperas” (p. 175).


También bebe mucho de la picaresca, teniendo el libro algo de novela neopicaresca. En dicha pista nos pone el fondo desazonado con que Evaristo nos refiere muchos de los avatares que vivieron, explicando cómo no pocos de sus empleadores, supuestamente portaestandartes de una sólida moral, y con sensibilidad social a espuertas, se revelaron en innumerables ocasiones como burdos agiotistas que trataban de largarlos sin cobrar, como cuando escribe: “los verdes ecologistas iban desapareciendo poco a poco sin pasar por caja, ‘pa’ no joder el medio ambiente, me imagino” (p. 119); “¡Que dios nuestro señor los tenga en su gloria, alabándole y amándole en un eterno éxtasis gozoso, a Los Verdes Ecologistas de Parla, la madre que los parió, porque lo que es seguro es que la pasta aquella no salvó el planeta!” (p. 120).


Como el Cervantes de la última época, el alcabalero, Evaristo hace balance de la imperante remolonería de los pagadores, ya mosqueado y asqueado.


También es muy bueno nuestro autor en la pintura de caracteres. Una nutrida galería de personajes curiosos puebla las páginas del libro. Un ejemplo: “El Pozales es un coleguilla que cuando está comiendo no te conoce, pero en serio, ya puedes ser su abuela que mira a través de ti, te das cuenta perfectamente de que no te está viendo. Se emociona tanto zampando que hasta se le caen las lágrimas y si alguien osa intentar picarle una papa frita o algo, creedme, lo pagará caro (cuchillo o tenedor). El Pozales estuvo en el funeral alternativo de Fer, tocando la txalaparta en la calle y dándole un toque bien salvaje a aquello” (p. 255).


Todos los elementos hasta aquí aludidos y algunos que otros más contribuyen a conformar el “estilo” literario del libertario, que es capaz de usar un tono sublime para, a continuación, desdramatizar con un guiño sarcástico: “Hemos visto duelos de técnicos más allá de Orión, pesadas explosiones de egos, agujeros negros de orgullo que hacían desaparecer grupos enteros en su siniestro interior… nuestros ojos cansados han visto tanto, pero… que sabréis vosotros, simples humanos” (p. 192). Hay pasajes que emparentan incluso con la prosa lírica: “Se organizó un festi en ‘Madrí’ (para los de fuera de ‘Madrí’) que era como una excursión al vacío” (p. 77), y dichos pasajes se entremezclan con esos otros en que se muestra el escribiente muy resuelto en su expresión entre campechana y bravía: “No sé cómo conseguimos que se hiciera de noche, entre discusiones sobre política y otras pequeñeces, confrontando ideas opuestas tanto entre nosotros mismos como con los aborígenes, con la brutal sinceridad que da el bebercio” (p. 79). Y por la agreste atmósfera se entreveran no pocos dilemas morales: “Empezó entonces una discusión sobre la teoría del teorema que se fue generalizando, se lio un colacao bastante imbécil de idioteces y tonterías; en eso, una piba que iba de ‘yosoymaspunkyquediosss’, se me planta delante y me escupe un pollo bastante majo en toda la cara. Me lo quito, cargo y disparo, y, con mi lapo en su jeta, me dice la pava:/ —Tú no eres de plástico —y se baja.” (p. 80). Lo escatológico, aquí patente, es otra constante. Los lapos al artista estaban muy de moda en los ambientes punkis en los ochenta: “Al terminar, mi mano, el micro y los lapos constituían una unidad de destino en lo universal” (p. 63); “Al final me escupía alguno muy de vez en cuando y yo, si coincidía, me metía el lapo en la boca y se lo re-escupía diciendo aquello de:/ —¿Otra vez de vainilla, no tienes de fresa?” (p. 132).


En su “evaristizador” proceder literario, nuestro cantor-escritor gusta de trocar expresiones manidas: “Nada nuevo bajo el techo” (p. 86), también se muestra cáustico incluso en el tratamiento del luctuoso eufemismo; el suyo es un humor torvo compuesto por giros llenos de hilaridad. Hace uso de la ironía: “Según íbamos a empezar a tocar, que nos costaba un ratito, me fijo en que hay unos cuantos muchachos bastante de derechas que se ponen en primera fila y nos saludan levantando el brazo (igual era para comprobar si estaba lloviendo, aunque no creo porque era un recinto cubierto)” (p. 99).


Por otra parte, quizá se le debería reservar un asiento en la RAE al Evas, ya que es un fijador de extranjerismos o vocablos coloquiales y vulgares en un castellano tangible. En el libro aparecen términos como los que siguen: “eskinjed”, “deuvedé”, “jolibud”, entre otros muchos.


Y la retórica brota en el más impensado pasaje. Véase la siguiente paradoja enunciadora-denunciadora: “Los asaltos llegaron cuando empezó a haber seguratas en los conciertos (en esto como en otras muchas cosas de derechas, los partidos de izquierdas fueron pioneros)” (p. 131). También cabe el recurso a la greguería: “el monigote que nos pidió los papeles, un cariabineri (no confundir con una gamba)” (p. 94); “y ya cuando amanece, le vemos a García desayunarse unos ‘güevos’ fritos con güisky, con un par de diéresis” (p. 138).


Otro rasgo a destacar es el modo en que Evaristo Páramos desbarata y descoyunta las palabras y las marea semánticamente: en vez de “Madrid” dice “Mandril”; en vez de artista “invitado” dice artista “inventado”; guillotina no sin intención la palabra “impermeable” dejándola dividida así: “imper meable” (p. 134). Véase también la polisemia que se saca de la manga en el siguiente pasaje: “y tampoco se puede ir siempre por ahí pegando y matando a todo el mundo, que al final te Kansas o California o un sitio de esos” (p. 182).


En resumen, el libro comentado ha supuesto para el que esto escribe una más que grata sorpresa, una vez lo empecé a leer no pude parar hasta acabarlo. La misma fruición que cuando canta y habla producirá a sus seguidores que incursionen en esta lectura Evaristo, esta vez a través de la vía literario-libresca.

Un sillón en la RAE para Evaristo Páramos

El último libro de Evaristo Páramos Pérez es una muy grata sorpresa literaria
Diego Vadillo López
viernes, 21 de diciembre de 2018, 00:01 h (CET)

Evaristo Páramos posee una elocuencia muy punki. Su competencia oral y la escrita son exactamente iguales, como cualquiera podrá corroborar a poco que atienda a cualquier entrevista de entre las realizadas al interfecto o incursione en cualquiera de sus libros, como por ejemplo en el último, “Qué dura es la vida del artista” (Desacordes, 2018), una suerte de autobiografía épica de sus años con La Polla Records administrada en breves o muy breves píldoras que, al fin, son retazos de memoria atesorados por el recuerdo del que hoy es un abuelo colectivizado, joven y lúcido, que continúa activísimo y perspicaz como siempre; peligrosamente vivo. Sí, sus señorías, Evaristo cuando escribe posee la misma soltura, facundia y repajolera gracia que cuando habla, con ese punto agreste atenuado por el tono baturrico, patente, como no puede ser de otro modo, en el recurrente uso del morfema “-ico” al cabo de muchos de los múltiples lexemas que sustentan el caudaloso torrente de vocablos que por minuto que expele el prenda.


Ágil de mente, pese a lo que reconoce haberse castigado (no haciendo alardeo de tal cosa sino tratando de aprovechar la circunstancia para lanzar un aviso a navegantes destinado, fundamentalmente, a las nuevas generaciones), la misma presteza destila su prosa trepidante y llana pero no exenta de enjundia, pues Evaristo Páramos se expresa con grande propiedad, lo que ocurre es que gusta de adobar el conjunto con sus neológicas procacidades, que le otorgan su punto de pimienta al conjunto. Él acostumbra a ser humilde y a advertir que la suya no es una prosa docta, ante lo que disiento, toda vez que él siempre fue un gran escritor (sus canciones lo atestiguan: con un fondo sesudo administrado de manera divulgativamente irreverente; combinando el término discriminado con el exabrupto. Ya dije algo parecido en un artículo que escribí hace unos años: “El lirismo bronco de Evaristo Páramos”). Al fin, el libro que nos ocupa no es sino un compendio de historias recordadas por un goliardo que iba con su banda entonando sus canciones por los pueblos, primero del norte y poco a poco por muchos otros parajes hasta conseguir situar sus letras en el imaginario colectivo.


En el libro nos cuenta Evaristo cómo una casete de los Sex Pistols (obtenida mediante el canje por un blusón regional) primero, y un concierto de los Ramones en el Velódromo de San Sebastián (Guipuzcoa. No podía ser de los Reyes, claro) más tarde, supusieron una revelación y un modo de hacer respectivamente, y en conjunto un camino a seguir.


El compendio de recordaciones aunado en esta obra hacen muy difícil definir exactamente en qué género o subgénero se la podría situar, ya que posee muy diversos elementos. Por ejemplo, tiene muy numerosos pasajes costumbristas, de los que destacaría los situados en bares de abuelos: “Bastantes veces (muy aldeano, lo sé), a la vuelta de un viaje parábamos un rato en el bar Agurain. A esas horas coincidíamos con una cuadrillica de agüelos que se levantaban pronto por sus cosas y un poco por el alcoholismo, y allí pasábamos unos raticos de mestizaje cultural, por llamarlo de alguna manera” (p. 54). Muy galdosiano se me antoja por momentos, como digo; asimismo, de alguna manera, emparenta también el texto con cierta literatura didáctica (se me viene el libro del ‘Conde Lucanor’), toda vez que en la mayor parte de los capítulos incluye una suerte de apólogos, una especie de posdatas a colación de lo contado que vendrían a ser unas sugeridoras notas (no siempre a pie de página) que invitan al curioseo allende lo relatado: “Ya veis querid@s jóvenes, jóvenas y el resto de géneros, que en esta jodida vida siempre se puede aprender algo a poco que esté un@ atent@, y si no es el momento, se puede aprender más tarde (si no estás muerto) o yo qué sé” (p. 113); “¿Qué aprendimos aquí? Nada, ya sabíamos que el mundo está lleno de gelipollas y, también, que hace más daño un tonto que un cabrón, porque al cabrón lo ves venir pero el tonto te la lía cuando menos te lo esperas” (p. 175).


También bebe mucho de la picaresca, teniendo el libro algo de novela neopicaresca. En dicha pista nos pone el fondo desazonado con que Evaristo nos refiere muchos de los avatares que vivieron, explicando cómo no pocos de sus empleadores, supuestamente portaestandartes de una sólida moral, y con sensibilidad social a espuertas, se revelaron en innumerables ocasiones como burdos agiotistas que trataban de largarlos sin cobrar, como cuando escribe: “los verdes ecologistas iban desapareciendo poco a poco sin pasar por caja, ‘pa’ no joder el medio ambiente, me imagino” (p. 119); “¡Que dios nuestro señor los tenga en su gloria, alabándole y amándole en un eterno éxtasis gozoso, a Los Verdes Ecologistas de Parla, la madre que los parió, porque lo que es seguro es que la pasta aquella no salvó el planeta!” (p. 120).


Como el Cervantes de la última época, el alcabalero, Evaristo hace balance de la imperante remolonería de los pagadores, ya mosqueado y asqueado.


También es muy bueno nuestro autor en la pintura de caracteres. Una nutrida galería de personajes curiosos puebla las páginas del libro. Un ejemplo: “El Pozales es un coleguilla que cuando está comiendo no te conoce, pero en serio, ya puedes ser su abuela que mira a través de ti, te das cuenta perfectamente de que no te está viendo. Se emociona tanto zampando que hasta se le caen las lágrimas y si alguien osa intentar picarle una papa frita o algo, creedme, lo pagará caro (cuchillo o tenedor). El Pozales estuvo en el funeral alternativo de Fer, tocando la txalaparta en la calle y dándole un toque bien salvaje a aquello” (p. 255).


Todos los elementos hasta aquí aludidos y algunos que otros más contribuyen a conformar el “estilo” literario del libertario, que es capaz de usar un tono sublime para, a continuación, desdramatizar con un guiño sarcástico: “Hemos visto duelos de técnicos más allá de Orión, pesadas explosiones de egos, agujeros negros de orgullo que hacían desaparecer grupos enteros en su siniestro interior… nuestros ojos cansados han visto tanto, pero… que sabréis vosotros, simples humanos” (p. 192). Hay pasajes que emparentan incluso con la prosa lírica: “Se organizó un festi en ‘Madrí’ (para los de fuera de ‘Madrí’) que era como una excursión al vacío” (p. 77), y dichos pasajes se entremezclan con esos otros en que se muestra el escribiente muy resuelto en su expresión entre campechana y bravía: “No sé cómo conseguimos que se hiciera de noche, entre discusiones sobre política y otras pequeñeces, confrontando ideas opuestas tanto entre nosotros mismos como con los aborígenes, con la brutal sinceridad que da el bebercio” (p. 79). Y por la agreste atmósfera se entreveran no pocos dilemas morales: “Empezó entonces una discusión sobre la teoría del teorema que se fue generalizando, se lio un colacao bastante imbécil de idioteces y tonterías; en eso, una piba que iba de ‘yosoymaspunkyquediosss’, se me planta delante y me escupe un pollo bastante majo en toda la cara. Me lo quito, cargo y disparo, y, con mi lapo en su jeta, me dice la pava:/ —Tú no eres de plástico —y se baja.” (p. 80). Lo escatológico, aquí patente, es otra constante. Los lapos al artista estaban muy de moda en los ambientes punkis en los ochenta: “Al terminar, mi mano, el micro y los lapos constituían una unidad de destino en lo universal” (p. 63); “Al final me escupía alguno muy de vez en cuando y yo, si coincidía, me metía el lapo en la boca y se lo re-escupía diciendo aquello de:/ —¿Otra vez de vainilla, no tienes de fresa?” (p. 132).


En su “evaristizador” proceder literario, nuestro cantor-escritor gusta de trocar expresiones manidas: “Nada nuevo bajo el techo” (p. 86), también se muestra cáustico incluso en el tratamiento del luctuoso eufemismo; el suyo es un humor torvo compuesto por giros llenos de hilaridad. Hace uso de la ironía: “Según íbamos a empezar a tocar, que nos costaba un ratito, me fijo en que hay unos cuantos muchachos bastante de derechas que se ponen en primera fila y nos saludan levantando el brazo (igual era para comprobar si estaba lloviendo, aunque no creo porque era un recinto cubierto)” (p. 99).


Por otra parte, quizá se le debería reservar un asiento en la RAE al Evas, ya que es un fijador de extranjerismos o vocablos coloquiales y vulgares en un castellano tangible. En el libro aparecen términos como los que siguen: “eskinjed”, “deuvedé”, “jolibud”, entre otros muchos.


Y la retórica brota en el más impensado pasaje. Véase la siguiente paradoja enunciadora-denunciadora: “Los asaltos llegaron cuando empezó a haber seguratas en los conciertos (en esto como en otras muchas cosas de derechas, los partidos de izquierdas fueron pioneros)” (p. 131). También cabe el recurso a la greguería: “el monigote que nos pidió los papeles, un cariabineri (no confundir con una gamba)” (p. 94); “y ya cuando amanece, le vemos a García desayunarse unos ‘güevos’ fritos con güisky, con un par de diéresis” (p. 138).


Otro rasgo a destacar es el modo en que Evaristo Páramos desbarata y descoyunta las palabras y las marea semánticamente: en vez de “Madrid” dice “Mandril”; en vez de artista “invitado” dice artista “inventado”; guillotina no sin intención la palabra “impermeable” dejándola dividida así: “imper meable” (p. 134). Véase también la polisemia que se saca de la manga en el siguiente pasaje: “y tampoco se puede ir siempre por ahí pegando y matando a todo el mundo, que al final te Kansas o California o un sitio de esos” (p. 182).


En resumen, el libro comentado ha supuesto para el que esto escribe una más que grata sorpresa, una vez lo empecé a leer no pude parar hasta acabarlo. La misma fruición que cuando canta y habla producirá a sus seguidores que incursionen en esta lectura Evaristo, esta vez a través de la vía literario-libresca.

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Al fin, el sistema educativo (aunque fundamentalmente lo es, o habría de serlo, de enseñanza-aprendizaje) está dentro de una dinámica social y en su transcurrir diario forja futuros ciudadanos con base en unos valores imperantes de los que es complicado sustraerse. Desde el XIX hasta nuestros días dichos valores han estado muy influenciados por la evolución de la ética económico-laboral, a la que Jorge Dioni López se refería afinadamente en un artículo.

Acaba de fallecer Joe Lieberman, con 82 años, senador estadounidense por Connecticut durante cuatro mandatos antes de ser compañero de Al Gore en el año 2000. Desde que se retiró en 2013 retomó su desempeño en la abogacía en American Enterprise Institute y se encontraba estrechamente vinculado al grupo político No Label (https://www.nolabels.org/ ) y que se ha destacado por impulsar políticas independientes y centristas.

Me he criado en una familia religiosa, sin llegar a ser beata, que ha vivido muy de cerca la festividad del Jueves Santo desde siempre. Mis padres se casaron en Santo Domingo, hemos vivido en el pasillo del mismo nombre, pusimos nuestro matrimonio a los pies de la Virgen de la Esperanza, de la que soy hermano, y he llevado su trono durante 25 años.

 
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