Las guerras suelen sacar lo peor del ser humano y las mayores atrocidades contra la vida y la libertad se suelen producir en situaciones bélicas.
Por ello, cualquiera que tenga dos dedos de frente -gobernantes, militares- debería huir de este recurso, como del diablo, salvo que se hayan agotado todas las vías negociadoras y diplomáticas posibles para la resolución de cualquier conflicto.
Poca duda cabe de que la 2ª Guerra Mundial fue necesaria, dada la voracidad conquistadora y asesina de Hitler y su III Reich. En cambio, uno está persuadido de que la Guerra Civil española fue cualquier cosa menos inevitable. Ambos bandos y circunstancias coyunturales ayudaron los suyo para consumar el desastre.
Acaban de publicar una novela de Pío Baroja prohibida durante el franquismo, “Miserias de la guerra” que junto con otras cuantas obras contemporáneas, (me quedo con “Una historia de la guerra civil que no va a gustar a nadie” de Juan Eslava Galán y con la completa y plural colección dominical sobre la Guerra Civil de “El Mundo”) vienen a confirmar mi creencia de que la guerra civil española fue un conflicto de malos contra malos, acaso malos contra peores.
Las soflamas incendiarias de la izquierda más radical, anarquistas, socialistas fundamentalistas con el apoyo soviético y asesinatos selectivos (recordemos el magnicidio de Calvo Sotelo), por un lado.
Por otro, y la tendencia totalitaria de buena parte del Ejército español, a lo que hay que añadir la pusilanimidad y apoyo tácito del abuelo del actual monarca, Alfonso XIII y la tensa situación social del momento acabaron de provocar el golpe militar, que como casi siempre, pagó el pueblo llano, tanto los tres años de cruenta guerra como durante la posterior dictadura de 40 años.
Si algo nos ha enseñado este pasado siglo, repleto de todo tipo de guerras, es que cuando los grandes principios o verdades absolutas se postulan como un todo, como una verdad absoluta revelada, en nombre de ese fin superior (llámese Alá, Dios, Socialismo Real, Nación o lo que quieran), el hombre ha cometido las mayores tropelías contra el hombre.
Así que olvidémonos de esas realidades absolutas y respetemos ante todo al Hombre, al individuo, como un fin en sí mismo, por encima de cualquier otra consideración colectiva. Huyamos de aquello de que “el fin justifica los medios”; convirtamos al medio en un objetivo en sí mismo: el respeto a las reglas del juego, a la democracia y la vida y la libertad como derechos supremos y absolutos del individuo, como tal indisponibles por nadie, nada más que por él mismo.
En estos tiempos convulsos, pero de relativa paz que nos está tocando vivir, no estaría de más tenerlo bien presente para que no se reproduzcan episodios lamentables de nuestro pasado reciente.
De todos es bien sabido, que el hombre es el único animal que tropieza con la misma piedra dos veces... ya podían ser sólo dos.