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Hemos de poner coraje en ello, no asustarnos, seamos valientes

Hay que ser revolucionario

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Me rebelo contra esta cultura mezquina, que adoctrina y aborrega, incapaz de asumir irresponsabilidades, que bebe del abecedario de la necedad continuamente y del disfrute del momento. Hoy más que nunca, por tanto, hay que ser revolucionarios con la capacidad de revolucionarse a sí mismo, pues cada cual tiene derecho a caminar hacia su propia realización gozosa. Hemos de poner coraje en ello, no asustarnos, seamos valientes. Por eso, desde siempre, he admirado el entusiasmo de aquellos colectivos o personas implicadas en causas justas, en el acompañamiento y rescate de seres humanos marginados o débiles.


Desde luego, son muchas las personas que se sienten solas, que necesitan un gesto humano auténtico, una verdadera sonrisa, un signo de amor en suma. En consecuencia, es un motivo de anhelo, que cada día miles de ciudadanos se ofrezcan a donarse como voluntarios, dispuestos a ofrecer su vida para contribuir a lo armónico y a un desarrollo más equitativo y sostenible. Son un buen referente y una saludable referencia. Hemos de reconocer que gracias a ellos se salvan muchas vidas, se reconducen muchas existencias, se construyen comunidades dispuestas a hermanarse para sobreponerse ante cualquier emergencia o desastre.


Sea como fuere, creo que ya está bien de tanta pasividad o indiferencia. Es menester transformar radicalmente esta vida de negocios e intereses mundanos; y, por ello, es importante cambiar el corazón de las gentes, ponernos al servicio de los que nada tienen y nadie los quiere. ¡Cuántas familias desoladas, desilusionadas, muertas en vida, acercan su mirada triste a la nuestra! La situación es tremenda para algunos. Ante esta dolorosa situación, hemos de recapacitar. Podemos ser cualquiera de nosotros. Naturalmente, lo primero que yo mismo me digo, es que no se puede tener miedo a amar. Pensemos en esas gentes que mueren a diario en la desesperación porque no han encontrado a nadie que les haya alargado el brazo.


Ojalá se reconociera firmemente el valor del voluntariado en la sociedad, con recomendaciones a gobiernos para que brinden apoyo institucional, fomentándolo con mayor determinación si cabe. En cualquier caso, ningún ser humano puede lavarse las manos y mirar hacia otro lado. Olvidamos que de la unión y de la concordia, de la dedicación y del liderazgo, es de donde brota la ilusión y lo armónico. Por desgracia, tenemos a muchos perdedores de la globalización; y, a pesar de ello, algunos líderes no quieren entenderse, motivados por unos incentivos egoístas, que impiden que sus ciudadanos se beneficien de los avances tecnológicos y científicos, el comercio mundial y la integración económica.


Ante este bochornoso escenario, en el que se acrecienta el número de individuos explotados y oprimidos, urge reconstruir sociedades verdaderamente inspiradas en la justicia social. Por otra parte, con el transcurrir del tiempo son más los países en el mundo que necesitan una mayor respuesta humanitaria. Cada minuto, treinta y un personas tienen que huir para salvar su vida. Sesenta y ocho millones de personas han tenido que abandonar su hogar debido a la violencia. Es la mayor crisis humanitaria desde la segunda Guerra Mundial. Son datos actuales de la Agencia de la ONU para los refugiados. Además, por si fuera poco, el cambio climático conduce hacia un mundo de cataclismo e incertidumbre, por esa ausencia de valores y conciencia. Esto, evidentemente, nos debe mover a una cierta rebeldía, máxime cuando es la cultura la que se corrompe y ya no se reconocen unos principios universalmente válidos, como puede ser el bien colectivo, lo que presupone el respeto y la consideración a toda vida.


Por consiguiente, a mi juicio, hemos de apostar por otro estilo de cohabitar menos alocado y más humanitario. Quizás tengamos que no desfallecer para alentar a todos los que, desde los más variados sectores de la actividad humana, están trabajando para garantizar un orbe más ecuánime, en el que se consideren desde el sufrimiento de los excluidos, al dolor que causa la pérdida de biodiversidad. Sin duda, el gran deterioro de los últimos años en cuanto a la calidad de la vida humana y su degradación social, nos debe hacer salir de esta debilidad de reacciones, sobre todo con aquellos que dilapidan recursos, sin importarles sus análogos más pobres ni las futuras generaciones. Ahora bien, que nuestras luchas y nuestras preocupaciones tampoco nos reste el gozo de la esperanza. ¡Eso jamás! 

Hay que ser revolucionario

Hemos de poner coraje en ello, no asustarnos, seamos valientes
Víctor Corcoba
lunes, 3 de diciembre de 2018, 00:00 h (CET)

Me rebelo contra esta cultura mezquina, que adoctrina y aborrega, incapaz de asumir irresponsabilidades, que bebe del abecedario de la necedad continuamente y del disfrute del momento. Hoy más que nunca, por tanto, hay que ser revolucionarios con la capacidad de revolucionarse a sí mismo, pues cada cual tiene derecho a caminar hacia su propia realización gozosa. Hemos de poner coraje en ello, no asustarnos, seamos valientes. Por eso, desde siempre, he admirado el entusiasmo de aquellos colectivos o personas implicadas en causas justas, en el acompañamiento y rescate de seres humanos marginados o débiles.


Desde luego, son muchas las personas que se sienten solas, que necesitan un gesto humano auténtico, una verdadera sonrisa, un signo de amor en suma. En consecuencia, es un motivo de anhelo, que cada día miles de ciudadanos se ofrezcan a donarse como voluntarios, dispuestos a ofrecer su vida para contribuir a lo armónico y a un desarrollo más equitativo y sostenible. Son un buen referente y una saludable referencia. Hemos de reconocer que gracias a ellos se salvan muchas vidas, se reconducen muchas existencias, se construyen comunidades dispuestas a hermanarse para sobreponerse ante cualquier emergencia o desastre.


Sea como fuere, creo que ya está bien de tanta pasividad o indiferencia. Es menester transformar radicalmente esta vida de negocios e intereses mundanos; y, por ello, es importante cambiar el corazón de las gentes, ponernos al servicio de los que nada tienen y nadie los quiere. ¡Cuántas familias desoladas, desilusionadas, muertas en vida, acercan su mirada triste a la nuestra! La situación es tremenda para algunos. Ante esta dolorosa situación, hemos de recapacitar. Podemos ser cualquiera de nosotros. Naturalmente, lo primero que yo mismo me digo, es que no se puede tener miedo a amar. Pensemos en esas gentes que mueren a diario en la desesperación porque no han encontrado a nadie que les haya alargado el brazo.


Ojalá se reconociera firmemente el valor del voluntariado en la sociedad, con recomendaciones a gobiernos para que brinden apoyo institucional, fomentándolo con mayor determinación si cabe. En cualquier caso, ningún ser humano puede lavarse las manos y mirar hacia otro lado. Olvidamos que de la unión y de la concordia, de la dedicación y del liderazgo, es de donde brota la ilusión y lo armónico. Por desgracia, tenemos a muchos perdedores de la globalización; y, a pesar de ello, algunos líderes no quieren entenderse, motivados por unos incentivos egoístas, que impiden que sus ciudadanos se beneficien de los avances tecnológicos y científicos, el comercio mundial y la integración económica.


Ante este bochornoso escenario, en el que se acrecienta el número de individuos explotados y oprimidos, urge reconstruir sociedades verdaderamente inspiradas en la justicia social. Por otra parte, con el transcurrir del tiempo son más los países en el mundo que necesitan una mayor respuesta humanitaria. Cada minuto, treinta y un personas tienen que huir para salvar su vida. Sesenta y ocho millones de personas han tenido que abandonar su hogar debido a la violencia. Es la mayor crisis humanitaria desde la segunda Guerra Mundial. Son datos actuales de la Agencia de la ONU para los refugiados. Además, por si fuera poco, el cambio climático conduce hacia un mundo de cataclismo e incertidumbre, por esa ausencia de valores y conciencia. Esto, evidentemente, nos debe mover a una cierta rebeldía, máxime cuando es la cultura la que se corrompe y ya no se reconocen unos principios universalmente válidos, como puede ser el bien colectivo, lo que presupone el respeto y la consideración a toda vida.


Por consiguiente, a mi juicio, hemos de apostar por otro estilo de cohabitar menos alocado y más humanitario. Quizás tengamos que no desfallecer para alentar a todos los que, desde los más variados sectores de la actividad humana, están trabajando para garantizar un orbe más ecuánime, en el que se consideren desde el sufrimiento de los excluidos, al dolor que causa la pérdida de biodiversidad. Sin duda, el gran deterioro de los últimos años en cuanto a la calidad de la vida humana y su degradación social, nos debe hacer salir de esta debilidad de reacciones, sobre todo con aquellos que dilapidan recursos, sin importarles sus análogos más pobres ni las futuras generaciones. Ahora bien, que nuestras luchas y nuestras preocupaciones tampoco nos reste el gozo de la esperanza. ¡Eso jamás! 

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