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O de los ofendidos ofendiendo

La isegoría, los cómicos y Teruel

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En la democracia ateniense todo aquél considerado ciudadano tenia derecho a expresarse en libertad, teniéndose en cuenta sólo sus argumentos y el mensaje trasmitido, independientemente de la forma en que lo expusiera. Era lo que los griegos denominaban “isegoría” y podría ser el equivalente a la “libertad de expresión” de las sociedades democráticas actuales. Era un derecho inalienable al individuo e indispensable para el sostenimiento de su democracia. Todas las constituciones de las naciones democráticas actuales recogen este derecho fundamental, libertad de expresión, y nadie cuestiona que es uno de los pilares de nuestro régimen de derechos y libertades.


Indudablemente, sobre el papel es un fundamento del que nadie podría disentir; es estupendo poder manifestar nuestra opinión expresándonos libremente y que todos la deban respetar. En la práctica ya es otra la cuestión. Siempre habrá alguien que, haciendo uso de su libertad de expresión, traspasará los límites hasta llegar a vulnerar otros derechos fundamentales, como puede ser la dignidad de los demás. La libertad de cada individuo a expresarse entraría aquí en conflicto con el derecho a la dignidad personal o colectiva de otros individuos. ¿Qué debe prevalecer entonces? ¿Cuál tendría que ser prioritario?


No cabe duda de que, así lo reconocen la mayoría de Estados en sus legislaciones, el derecho a expresarse no debería estar supeditado a ningún otro. Tendría que ser la ética personal, la educación o el sentido del decoro de aquel individuo que se expresa, lo que establezca límites a las manifestaciones con el objeto de no lastimar la dignidad de nadie. El lenguaje y la forma en el que lo utilizamos es una herramienta indispensable en este terreno y es lo que habrá de permitir ejercer la libertad sin menoscabar la del resto de ciudadanos.


Hasta aquí nadie podría estar en desacuerdo. El conflicto se inicia en el momento en el que individuos o colectivos consideran su opinión como algo incontrovertible y convierten lo que tan solo es un punto de vista en verdad absoluta. Comienza aquí una deriva en la que el individuo hace del derecho a expresarse en libertad un derecho de exclusiva propiedad. Se permite entonces, en su posesión dogmática de la verdad, faltar al respeto al resto sin ningún tipo de pudor. Pero, siguiendo en la única vía de pensamiento posible para él, no tolerará jamás en los demás el mínimo ápice de expresión contraria a sus creencias. Esta espiral de intolerancia y negación del que consideran diferente, y por ello inferior, sólo puede desembocar en el totalitarismo extremo, el el pensamiento único dictado por una autoridad poseedora de la verdad suprema. Todos los sectores ideológicos de la sociedad actual mantienen este tipo de comportamiento de unicidad y apropiación de la libertad de pensamiento y expresión. El problema al que podemos enfrentarnos, de hecho ya comenzamos a notarlo, a corto plazo, es una expansión exponencial, como si de una mancha de aceite se tratase, de estos postulados dogmáticos al resto de la sociedad.


En las últimas semanas se han suspendido funciones de cómicos por amenazas, se ha imputado judicialmente a humoristas y se ha linchado socialmente a periodistas y escritores; y únicamente por hacer su trabajo. Ejercer su profesión apoyados en la libertad de expresión. Y sin embargo, sectores que aplauden y apoyan estas acciones sociales y judiciales por considerarse ofendidos en su dignidad, apoyan y ríen las gracias a artículos de opinión en los que se desea y pide la desaparición de una provincia española como Teruel.


Tanto cómicos como articulistas ejercen su profesión y siempre resulta alguien ofendido. Los jueces toman partido en una única dirección. ¿Dónde ha quedado la isegoría? ¿Qué haría Pericles en la actualidad? Necesitamos a Platón y a Demóstenes más que nunca, de eso no cabe duda.

La isegoría, los cómicos y Teruel

O de los ofendidos ofendiendo
Francisco Castro Guerra
domingo, 2 de diciembre de 2018, 14:06 h (CET)

En la democracia ateniense todo aquél considerado ciudadano tenia derecho a expresarse en libertad, teniéndose en cuenta sólo sus argumentos y el mensaje trasmitido, independientemente de la forma en que lo expusiera. Era lo que los griegos denominaban “isegoría” y podría ser el equivalente a la “libertad de expresión” de las sociedades democráticas actuales. Era un derecho inalienable al individuo e indispensable para el sostenimiento de su democracia. Todas las constituciones de las naciones democráticas actuales recogen este derecho fundamental, libertad de expresión, y nadie cuestiona que es uno de los pilares de nuestro régimen de derechos y libertades.


Indudablemente, sobre el papel es un fundamento del que nadie podría disentir; es estupendo poder manifestar nuestra opinión expresándonos libremente y que todos la deban respetar. En la práctica ya es otra la cuestión. Siempre habrá alguien que, haciendo uso de su libertad de expresión, traspasará los límites hasta llegar a vulnerar otros derechos fundamentales, como puede ser la dignidad de los demás. La libertad de cada individuo a expresarse entraría aquí en conflicto con el derecho a la dignidad personal o colectiva de otros individuos. ¿Qué debe prevalecer entonces? ¿Cuál tendría que ser prioritario?


No cabe duda de que, así lo reconocen la mayoría de Estados en sus legislaciones, el derecho a expresarse no debería estar supeditado a ningún otro. Tendría que ser la ética personal, la educación o el sentido del decoro de aquel individuo que se expresa, lo que establezca límites a las manifestaciones con el objeto de no lastimar la dignidad de nadie. El lenguaje y la forma en el que lo utilizamos es una herramienta indispensable en este terreno y es lo que habrá de permitir ejercer la libertad sin menoscabar la del resto de ciudadanos.


Hasta aquí nadie podría estar en desacuerdo. El conflicto se inicia en el momento en el que individuos o colectivos consideran su opinión como algo incontrovertible y convierten lo que tan solo es un punto de vista en verdad absoluta. Comienza aquí una deriva en la que el individuo hace del derecho a expresarse en libertad un derecho de exclusiva propiedad. Se permite entonces, en su posesión dogmática de la verdad, faltar al respeto al resto sin ningún tipo de pudor. Pero, siguiendo en la única vía de pensamiento posible para él, no tolerará jamás en los demás el mínimo ápice de expresión contraria a sus creencias. Esta espiral de intolerancia y negación del que consideran diferente, y por ello inferior, sólo puede desembocar en el totalitarismo extremo, el el pensamiento único dictado por una autoridad poseedora de la verdad suprema. Todos los sectores ideológicos de la sociedad actual mantienen este tipo de comportamiento de unicidad y apropiación de la libertad de pensamiento y expresión. El problema al que podemos enfrentarnos, de hecho ya comenzamos a notarlo, a corto plazo, es una expansión exponencial, como si de una mancha de aceite se tratase, de estos postulados dogmáticos al resto de la sociedad.


En las últimas semanas se han suspendido funciones de cómicos por amenazas, se ha imputado judicialmente a humoristas y se ha linchado socialmente a periodistas y escritores; y únicamente por hacer su trabajo. Ejercer su profesión apoyados en la libertad de expresión. Y sin embargo, sectores que aplauden y apoyan estas acciones sociales y judiciales por considerarse ofendidos en su dignidad, apoyan y ríen las gracias a artículos de opinión en los que se desea y pide la desaparición de una provincia española como Teruel.


Tanto cómicos como articulistas ejercen su profesión y siempre resulta alguien ofendido. Los jueces toman partido en una única dirección. ¿Dónde ha quedado la isegoría? ¿Qué haría Pericles en la actualidad? Necesitamos a Platón y a Demóstenes más que nunca, de eso no cabe duda.

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Me he criado en una familia religiosa, sin llegar a ser beata, que ha vivido muy de cerca la festividad del Jueves Santo desde siempre. Mis padres se casaron en Santo Domingo, hemos vivido en el pasillo del mismo nombre, pusimos nuestro matrimonio a los pies de la Virgen de la Esperanza, de la que soy hermano, y he llevado su trono durante 25 años.

 
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