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Marcos Méndez

'Agua', de Deepa Mehta

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Agua completa la trilogía que la cineasta india Deepa Mehta comenzó en 1996 con Fuego y continuó en 1998 con Tierra. Estos tres títulos, a la par simbólicos y universales, desgranan una concepción muy madura y profundamente desencantada de la realidad social de su país, y lo hacen atacando los valores más arraigados y tradicionales de sus habitantes. Entramos entonces en el campo de la denuncia a un fundamentalismo religioso sustentado por tesis antediluvianas reinterpretadas a placer por los nuevos brahmanes que se amparan en la protección y legitimidad de esos textos para obrar como mejor les parece.

Uno de estos preceptos hindúes establece que cuando una mujer se queda viuda tiene tres opciones: incinerarse junto a su marido, casarse con el hermano menor de éste o ingresar en un ashram (en sánscrito, lugar de esfuerzo) llevando una vida de sacrificio junto a las demás viudas. Chuyia, la niña protagonista de Agua, ingresa en uno de estos lugares tras el fallecimiento de su marido, un hombre mucho mayor que ella. A partir de entonces tiene que mantener la cabeza rapada y llevar una túnica blanca como muestra de una condición social que allá por 1938 -año en que se ambienta la película- se consideraba, como poco, repugnante, pero que todavía hoy continúa lacerando a millones de mujeres en La India, como explican los títulos finales.

Deepa Mehta vive en Canadá porque en su país la miran con resentimiento y temor. Muchos hindúes -sobre todo tras la liberación de Gandhi- han desechado continuar difundiendo las arcaicas creencias de sus antepasados, pero últimamente se ha desatado una ola de fundamentalismo criminal en el país y nadie se atreve a cuestionarse ciertas cosas. Al igual que el holandés Theo Van Gogh (muerto a tiros por un terrorista islamista), Mehta ha puesto su vida en peligro al desafiar los tabúes religiosos, sociales y culturales de una parte -cada vez menos minoritaria- de hinduistas apolillados, pero nunca critica abiertamente al hinduismo en su totalidad. Por eso Kalyani (Lisa Ray), una de las viudas que lucha por salir del proxenetismo al que recurre el ama para sufragar el ashram, tiene convicciones religiosas puras, individuales, que no causan perjuicio a nadie ni intentan imponer un dogma categórico. Agua trata el amor imposible entre Kalyani y Narayan, un joven idealista seguidor de Gandhi despreocupado de habladurías pero consciente del peligro que acecha a su nueva e ilícita relación.

Por los ojos de Chuyia se observa una sociedad en decadencia que la cámara recoge con parcialidad e insumisión, equiparando la dignidad de hombres y mujeres en un diagrama complejo, eso sí, pero cada día más penoso.

'Agua', de Deepa Mehta

Marcos Méndez
Marcos Méndez
miércoles, 19 de abril de 2006, 22:29 h (CET)
Agua completa la trilogía que la cineasta india Deepa Mehta comenzó en 1996 con Fuego y continuó en 1998 con Tierra. Estos tres títulos, a la par simbólicos y universales, desgranan una concepción muy madura y profundamente desencantada de la realidad social de su país, y lo hacen atacando los valores más arraigados y tradicionales de sus habitantes. Entramos entonces en el campo de la denuncia a un fundamentalismo religioso sustentado por tesis antediluvianas reinterpretadas a placer por los nuevos brahmanes que se amparan en la protección y legitimidad de esos textos para obrar como mejor les parece.

Uno de estos preceptos hindúes establece que cuando una mujer se queda viuda tiene tres opciones: incinerarse junto a su marido, casarse con el hermano menor de éste o ingresar en un ashram (en sánscrito, lugar de esfuerzo) llevando una vida de sacrificio junto a las demás viudas. Chuyia, la niña protagonista de Agua, ingresa en uno de estos lugares tras el fallecimiento de su marido, un hombre mucho mayor que ella. A partir de entonces tiene que mantener la cabeza rapada y llevar una túnica blanca como muestra de una condición social que allá por 1938 -año en que se ambienta la película- se consideraba, como poco, repugnante, pero que todavía hoy continúa lacerando a millones de mujeres en La India, como explican los títulos finales.

Deepa Mehta vive en Canadá porque en su país la miran con resentimiento y temor. Muchos hindúes -sobre todo tras la liberación de Gandhi- han desechado continuar difundiendo las arcaicas creencias de sus antepasados, pero últimamente se ha desatado una ola de fundamentalismo criminal en el país y nadie se atreve a cuestionarse ciertas cosas. Al igual que el holandés Theo Van Gogh (muerto a tiros por un terrorista islamista), Mehta ha puesto su vida en peligro al desafiar los tabúes religiosos, sociales y culturales de una parte -cada vez menos minoritaria- de hinduistas apolillados, pero nunca critica abiertamente al hinduismo en su totalidad. Por eso Kalyani (Lisa Ray), una de las viudas que lucha por salir del proxenetismo al que recurre el ama para sufragar el ashram, tiene convicciones religiosas puras, individuales, que no causan perjuicio a nadie ni intentan imponer un dogma categórico. Agua trata el amor imposible entre Kalyani y Narayan, un joven idealista seguidor de Gandhi despreocupado de habladurías pero consciente del peligro que acecha a su nueva e ilícita relación.

Por los ojos de Chuyia se observa una sociedad en decadencia que la cámara recoge con parcialidad e insumisión, equiparando la dignidad de hombres y mujeres en un diagrama complejo, eso sí, pero cada día más penoso.

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