Mientras Bree espera con premura la operación que cambiará su sexo por completo, su hijo Toby vive hacinado en un piso neoyorkino prostituyéndose para poder colocarse. Bree no sabe nada de su hijo y Toby ignora que su padre, Stanley, es ahora su madre, pero el reencuentro no se hace esperar y Bree, haciéndose pasar por una cristiana devota, saca a Toby del correccional pagando un dólar de fianza (sic) y emprendiendo el viaje de regreso a Los Ángeles en una tartera de cuarta mano.
Desde este momento Transamérica, título con múltiples y muy diversas connotaciones, se convierte en una road movie con un potente escenario dramático en el que tienen cabida la mentira, los celos y los prejuicios con la misma fuerza que el sentimiento maternofilial, la amistad y el amor en el lado inverso. Toby no sabe que Bree es su madre, y tampoco sospecha -hasta bien entrada la película- que antes había sido hombre. Duncan Tucker, director de Transamérica, narra las peripecias madre-hijo desde el punto de vista de Bree, por lo que Toby se queda en un sufrido complemento que terminará siendo necesario pero no imprescindible.
En Estados Unidos la transexualidad (disforia sexual) está reconocida como enfermedad mental. En un país que todavía aplica la pena de muerte con la silla eléctrica, permite -y justifica- la tortura a los presos y varias decenas de millones de personas viven sin seguro médico, que consideren el cambio de sexo como una patología no tiene nada de extraño. Lo curioso es que, como nos dice Tucker en la película, la cultura termine por invertir la educación de las personas.
La familia de Bree -en especial su madre- no acepta su transformación física considerándola, como poco, una enfermedad repugnante, y sin embargo Toby no se inquieta más de lo necesario cuando descubre que el sexo de Bree todavía es el de un hombre. A Toby no le gusta que le mientan del mismo modo que a Bree no le gusta que la miren como si fuese una apestada. No digo que Elizabeth, la madre de Bree interpretada de manera un tanto alocada por Fionnula Flanagan, tenga una educación sobresaliente (obviamente no es así), pero Toby, que ha sobrevivido a un padrastro pederasta y ha pasado su adolescencia entre la delincuencia juvenil neoyorkina, carece de prejuicios porque tampoco ha habido gente que lo haya tratado mejor. Lo que Duncan Tucker nos dice en un discurso clásico que deambula entre el drama y la comedia es que ya no importa tanto si uno es hombre o mujer, negro o blanco, hetero u homosexual, porque lo que realmente tiene valor está en el interior de cada uno, por muy ñoño que suene todo esto.
El mayor problema de Transamérica es que el juego de secretos y mentiras que propone Tucker está visto y revisto, de modo que el film se vuelve predecible (y televisivo) hasta desembocar en un picado precioso de Bree en la bañera, desnuda, palpando su sexo de mujer y pensando, como no podría ser de otro modo, en la vuelta de su hijo.