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Los partidos sostienen la farsa y a los histriones que manipulan a la plebe

¡Partidos, idos! (parte 5)

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El consenso ha hecho perenne un sistema suave e intensamente injusto que ha avanzado todas estas últimas décadas en España sobre las espaldas de los menesterosos de siempre. El consenso, lo decía García Trevijano, es el mito fundante de las oligarquías y es, por cierto, incompatible con la democracia, a la sazón un juego de mayorías y minorías.


Cada vez más envilecidos por un capitalismo paulatinamente más y más montaraz, nuestros políticos, extraídos y allegados interesadamente al principio (y seguidos con el transcurrir del tiempo en su senda por los vivos que siempre se cuelan), se han ido encargando muy bien de urdir un sistema de poder que blinda un “statu quo” injusto e insostenible en muchos sentidos, pero ante el que una ciudadanía atomizada poco puede hacer. Luis Racionero apuntaba de manera sencilla algo de lo ilógico de la lógica capitalista: “El paro […] es un problema estructural […] producido por una contradicción interna del sistema industrial: pretender a la vez automatizar y mantener el pleno empleo”, y, asimismo, planteaba la solución, una solución del todo ingrata para los guardianes del orden vigente, claro: “La solución consiste en que trabajen todas las personas menos horas, con lo cual no habrá parados, y que el producto producido por las máquinas se reparta eliminando plusvalías, de modo que todo el mundo cobre lo necesario para mantener su nivel de vida como cuando trabajaba 40 horas” (2). Como decimos, algo intolerable para los que manejan el cotarro, esos que se sirven de los partidos para ganar las adscripciones de los ciudadanos (en una u otra dirección de las marcadas), según la sensibilidad de estos, que, así, no tomarán iniciativas directamente, sino que se conformarán (y expresarán dicho conformismo mediante la asunción de la sustracción de una gran parcela de su soberanía) con lo que tengan a bien hacer sus representantes, adscritos a unos u otros partidos, en lo que claramente es un paternalismo de quienes no tienen instinto paternal y que más desearían no tener que contar ni siquiera con la exigua participación con que se ha dotado a la ciudadanía en los actuales sistemas democráticos. Y en tal dinámica han contado con la participación “sine qua non” del sistema capitalista, que ha adobado nuestra existencia con vacuos alicientes que nos entretienen de otras reflexiones más apremiantes. Lipovetsky lo ejemplificaba muy bien: “hoy vemos adultos que compran ositos infantiles, que llevan camisetas Barbie, que van en monopatín o en patinete, que participan en veladas en que se tararean las melodías de los programas televisivos de su infancia” (3). En un contexto en el que “el capitalismo de consumo ha ocupado el lugar de las economías de producción” (4), la gente antepone el saciado de sus más frívolas apetencias a dedicar tiempo de calidad a la exigencia de un orden participativo que nos resitúe. El propio Lipovetsky apuntaba el hecho de que los Estados hoy hayan quedado al albur de los mercados financieros y de consumo en un marco de capitalismo globalizado (5) a su vez generador del “consumo mundo”, pues hoy “incluso lo que no es comercial cae bajo el impulso consumista” (6), y si somos conscientes de todo esto y lo criticamos caemos en la paradoja de no querer, en el fondo, que la cosa cambie sustancialmente (7).


El pan y circo romanos hoy son hiperconsumo y sainete político diario respectivamente. De hecho, los políticos, adentrados en el espectáculo mediático a través de sus performativos recursos, siembran discordias que no existían; crean litigios donde no los había, porque les interesa adherir (soliviantándolas) cuanto mayores porciones de ciudadanía a sus proyectos respectivos, tan imbricados estos en el contexto aquí referido. Algunas veces, las relaciones entre los cuadros de los partidos se enturbian porque, en su interés por apropiarse de unas u otras oportunidades, les contraría que sea el competidor el que se lleve el ascua a su sardina, y qué mejor manera de dar apariencia de legitimidad que tener un nutrido conglomerado de palmeros prestos a refrendar aquiescentemente incluso lo más intolerable.


Se entiende de manera muy pasiva el papel del ciudadano en nuestras democracias, hasta el punto de que el elector medio no parece concebir vías lícitas de participación política que no sea acudir a los comicios electorales.


Robert Dahl escribía: “así como el libre debate y la controversia son, como John Stuar Mill sostuvo de manera brillante, esenciales para la búsqueda de la verdad (o, si se prefiere, de juicios razonablemente justificables), es más probable que un gobierno que no recibe obstáculos o cuestionamientos de los ciudadanos, quienes son libres de debatir y oponerse a las políticas de sus líderes, cometa errores garrafales, a veces desastrosos, como ha quedado más que demostrado por los regímenes autoritarios modernos” (8), y no solo en estos, sino cada vez más también en los no autoritarios, que, cada vez más, adoptan ciertas derivas de cariz autoritario, de ese autoritarismo que va más allá de lo implícito (eso normalizado; no palmariamente constatable por haber sido metabolizado por el cuerpo social). En cualquier caso, Dahl afinó mucho cuando llamó “poliarquías” a esos regímenes que no son otra cosa que grupos de oligarquías diferenciados de la ciudadanía en competencia por el poder.


El profesor Dalmacio Negro Pavón expresaba paladinamente en el siguiente párrafo cómo se detrae al ciudadano cualquier opción participativa mínimamente consistente en nuestros sistemas: “Los parlamentos, teóricamente soberanos, dependen del ejecutivo (sobre todo en el Estado de Partidos) y la representación es nula dado que se prohíbe el mandato imperativo, con lo que se sustrae a los representados la libertad de vigilar y controlar directa y particularmente a ‘sus’ representantes. Prevalecen en cambio los sistemas electorales proporcionales, la fórmula que conviene a las oligarquías y caldo de cultivo de la partitocracia: la ley de hierro operando sin tapujos. Rousseau advirtió: ‘en el instante en que un pueblo se da representantes ya no es libre’” (9), solo quedando la mera apariencia.


Notas

(1) Racionero, L. (1988): “Del paro al ocio”, Barcelona, Anagrama, p. 15.

(2) Ibid., p. 16.

(3) Lipovetsky, G (2014): “La felicidad paradógica”, Barcelona, Anagrama, p. 65.

(4) Ibid., p. 7.

(5) Cfr. Ibid., p. 9.

(6) Ibid., p. 121.

(7) Cfr. Ibid., p. 129.

(8) Dahl, R. (2006): “La igualdad política”, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, p. 20.

(9) Negro Pavón, D. (2015): “La ley de hierro de la oligarquía”, Madrid, Encuentro, p. 95.

¡Partidos, idos! (parte 5)

Los partidos sostienen la farsa y a los histriones que manipulan a la plebe
Diego Vadillo López
domingo, 28 de octubre de 2018, 10:48 h (CET)

El consenso ha hecho perenne un sistema suave e intensamente injusto que ha avanzado todas estas últimas décadas en España sobre las espaldas de los menesterosos de siempre. El consenso, lo decía García Trevijano, es el mito fundante de las oligarquías y es, por cierto, incompatible con la democracia, a la sazón un juego de mayorías y minorías.


Cada vez más envilecidos por un capitalismo paulatinamente más y más montaraz, nuestros políticos, extraídos y allegados interesadamente al principio (y seguidos con el transcurrir del tiempo en su senda por los vivos que siempre se cuelan), se han ido encargando muy bien de urdir un sistema de poder que blinda un “statu quo” injusto e insostenible en muchos sentidos, pero ante el que una ciudadanía atomizada poco puede hacer. Luis Racionero apuntaba de manera sencilla algo de lo ilógico de la lógica capitalista: “El paro […] es un problema estructural […] producido por una contradicción interna del sistema industrial: pretender a la vez automatizar y mantener el pleno empleo”, y, asimismo, planteaba la solución, una solución del todo ingrata para los guardianes del orden vigente, claro: “La solución consiste en que trabajen todas las personas menos horas, con lo cual no habrá parados, y que el producto producido por las máquinas se reparta eliminando plusvalías, de modo que todo el mundo cobre lo necesario para mantener su nivel de vida como cuando trabajaba 40 horas” (2). Como decimos, algo intolerable para los que manejan el cotarro, esos que se sirven de los partidos para ganar las adscripciones de los ciudadanos (en una u otra dirección de las marcadas), según la sensibilidad de estos, que, así, no tomarán iniciativas directamente, sino que se conformarán (y expresarán dicho conformismo mediante la asunción de la sustracción de una gran parcela de su soberanía) con lo que tengan a bien hacer sus representantes, adscritos a unos u otros partidos, en lo que claramente es un paternalismo de quienes no tienen instinto paternal y que más desearían no tener que contar ni siquiera con la exigua participación con que se ha dotado a la ciudadanía en los actuales sistemas democráticos. Y en tal dinámica han contado con la participación “sine qua non” del sistema capitalista, que ha adobado nuestra existencia con vacuos alicientes que nos entretienen de otras reflexiones más apremiantes. Lipovetsky lo ejemplificaba muy bien: “hoy vemos adultos que compran ositos infantiles, que llevan camisetas Barbie, que van en monopatín o en patinete, que participan en veladas en que se tararean las melodías de los programas televisivos de su infancia” (3). En un contexto en el que “el capitalismo de consumo ha ocupado el lugar de las economías de producción” (4), la gente antepone el saciado de sus más frívolas apetencias a dedicar tiempo de calidad a la exigencia de un orden participativo que nos resitúe. El propio Lipovetsky apuntaba el hecho de que los Estados hoy hayan quedado al albur de los mercados financieros y de consumo en un marco de capitalismo globalizado (5) a su vez generador del “consumo mundo”, pues hoy “incluso lo que no es comercial cae bajo el impulso consumista” (6), y si somos conscientes de todo esto y lo criticamos caemos en la paradoja de no querer, en el fondo, que la cosa cambie sustancialmente (7).


El pan y circo romanos hoy son hiperconsumo y sainete político diario respectivamente. De hecho, los políticos, adentrados en el espectáculo mediático a través de sus performativos recursos, siembran discordias que no existían; crean litigios donde no los había, porque les interesa adherir (soliviantándolas) cuanto mayores porciones de ciudadanía a sus proyectos respectivos, tan imbricados estos en el contexto aquí referido. Algunas veces, las relaciones entre los cuadros de los partidos se enturbian porque, en su interés por apropiarse de unas u otras oportunidades, les contraría que sea el competidor el que se lleve el ascua a su sardina, y qué mejor manera de dar apariencia de legitimidad que tener un nutrido conglomerado de palmeros prestos a refrendar aquiescentemente incluso lo más intolerable.


Se entiende de manera muy pasiva el papel del ciudadano en nuestras democracias, hasta el punto de que el elector medio no parece concebir vías lícitas de participación política que no sea acudir a los comicios electorales.


Robert Dahl escribía: “así como el libre debate y la controversia son, como John Stuar Mill sostuvo de manera brillante, esenciales para la búsqueda de la verdad (o, si se prefiere, de juicios razonablemente justificables), es más probable que un gobierno que no recibe obstáculos o cuestionamientos de los ciudadanos, quienes son libres de debatir y oponerse a las políticas de sus líderes, cometa errores garrafales, a veces desastrosos, como ha quedado más que demostrado por los regímenes autoritarios modernos” (8), y no solo en estos, sino cada vez más también en los no autoritarios, que, cada vez más, adoptan ciertas derivas de cariz autoritario, de ese autoritarismo que va más allá de lo implícito (eso normalizado; no palmariamente constatable por haber sido metabolizado por el cuerpo social). En cualquier caso, Dahl afinó mucho cuando llamó “poliarquías” a esos regímenes que no son otra cosa que grupos de oligarquías diferenciados de la ciudadanía en competencia por el poder.


El profesor Dalmacio Negro Pavón expresaba paladinamente en el siguiente párrafo cómo se detrae al ciudadano cualquier opción participativa mínimamente consistente en nuestros sistemas: “Los parlamentos, teóricamente soberanos, dependen del ejecutivo (sobre todo en el Estado de Partidos) y la representación es nula dado que se prohíbe el mandato imperativo, con lo que se sustrae a los representados la libertad de vigilar y controlar directa y particularmente a ‘sus’ representantes. Prevalecen en cambio los sistemas electorales proporcionales, la fórmula que conviene a las oligarquías y caldo de cultivo de la partitocracia: la ley de hierro operando sin tapujos. Rousseau advirtió: ‘en el instante en que un pueblo se da representantes ya no es libre’” (9), solo quedando la mera apariencia.


Notas

(1) Racionero, L. (1988): “Del paro al ocio”, Barcelona, Anagrama, p. 15.

(2) Ibid., p. 16.

(3) Lipovetsky, G (2014): “La felicidad paradógica”, Barcelona, Anagrama, p. 65.

(4) Ibid., p. 7.

(5) Cfr. Ibid., p. 9.

(6) Ibid., p. 121.

(7) Cfr. Ibid., p. 129.

(8) Dahl, R. (2006): “La igualdad política”, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, p. 20.

(9) Negro Pavón, D. (2015): “La ley de hierro de la oligarquía”, Madrid, Encuentro, p. 95.

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