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Crónica del Festival IV

Sitges 2018: Puzzles

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Un homenaje al cine negro clásico de detectives deconstruido en un puzzle imposible de referentes populares, teorías de la conspiración cultural y narrativas vagabundas que se abren en abismo y se cierran sobre sí mismas. Under the silver lake es lo último de David Robert Mitchell, que tras causar furor, no sólo en el festival de Sitges de 2014 sino en el panorama internacional del cine de terror, con It follows, presenta un trabajo de quien pretende colocar su obra ante las cuerdas del riesgo mucho antes que aprovechar el rédito de un éxito para dirigir una producción de mayor presupuesto y consolidarse como autor de género.


Under the silver lake es una película de difícil encasillamiento. La protagoniza Andrew Garfield, que vive sin oficio conocido en Los Ángeles, espiando a su vecina desde la ventana, hasta que conoce a otra vecina, una rubia misteriosa que poco después desaparecerá. Lo que sigue es su errático periplo en busca de pistas para encontrarla que se convierte en otra búsqueda, paralela y metafórica: el encuentro de claves en lo cotidiano —en lo discos de música como en los paquetes de cereales— para encontrar algo de sentido bajo una realidad vacua, saturada y sofisticadamente superficial, que no por azar se ubica en Hollywood. Indicio tras indicio la historia se vuelve más descabellada, más vaporosa y brutal al mismo tiempo, más pasada por el filtro del ácido mental que deriva en lisergia fílmica.

Un cocktail extraño, desafiante, más inteligente que conmovedor, desconcertante casi en todo momento, con reminiscencias tan dispares como la narrativa metafílmica de La joven del agua (M. Night Shyamalan), la concatenación en absurdo de Jo, ¡qué noche! (M. Scorsese) o las atmósferas cargadas de sustancia(s) de Puro Vicio (Paul Thomas Anderson).

En cierta manera a la película le sucede lo mismo que a su protagonista: existe la duda razonable de que bajo este intrincado juego de narraciones y escenas chispeantes de magnates todopoderosos que controlan en secreto la contracultura y la cultura mainstream componiendo canciones icónicas para bandas como Nirvana, no haya ningún sentido de peso, algo que unifique las posibilidades abiertas, las ideas desperdigadas, los personajes excéntricos, los asesinatos repentinos e incluso los tiempos del relato, si atendemos a ese vagabundo que podría ser el propio protagonista en el futuro, cohabitando con él en su presente. Y cuando se aproxima el final y el personaje (ojo spoilers) se encuentra con una exnovia que, retratada con dos pinceladas, se revela como alguien importante en esta huida hacia adelante; cuando por fin las piezas empiezan a colocarse y sabremos si nada significaba nada o si todo, cada miga colocada en el caminito, era esencial para llegar a una revelación final; cuando, por un instante, tenemos la sensación de estar ante un dilema similar al del desenlace de Stalker (A. Tarkovsky) y conocer cuánto de verdad había en el discurso de ese personaje bisagra entre los mundos, David Robert Mitchell propone un cierre que es, solamente, un peldaño más de la trama, un deslucido broche sobre sectas de famosos con gustos faraónicos para sus últimos momentos que no deslumbra con un sentido de conjunto que eleve la propuesta al nivel de su potencial o que la aniquile con una radical frustración de las expectativas de conocimiento, dejándonos caer en el vacío del desamparo filosófico. La cosa no chispea, no vemos estrellitas, no se nos eriza el bello en ese instante en que lo entendemos todo y las piezas del puzzle encuentran su lugar.

La impresión, pues, es de haber visto una propuesta cuajada a medias, una experiencia entre la chorrada y la maravilla, cuyo mayor logro no es el contenido de la película sino la película en sí misma, entendida como artefacto osado y renovador que empuja lo contemporáneo hacia sus límites. Y eso siempre es bienvenido.

Sitges 2018: Puzzles

Crónica del Festival IV
Ana Rodríguez
miércoles, 10 de octubre de 2018, 08:35 h (CET)

Un homenaje al cine negro clásico de detectives deconstruido en un puzzle imposible de referentes populares, teorías de la conspiración cultural y narrativas vagabundas que se abren en abismo y se cierran sobre sí mismas. Under the silver lake es lo último de David Robert Mitchell, que tras causar furor, no sólo en el festival de Sitges de 2014 sino en el panorama internacional del cine de terror, con It follows, presenta un trabajo de quien pretende colocar su obra ante las cuerdas del riesgo mucho antes que aprovechar el rédito de un éxito para dirigir una producción de mayor presupuesto y consolidarse como autor de género.


Under the silver lake es una película de difícil encasillamiento. La protagoniza Andrew Garfield, que vive sin oficio conocido en Los Ángeles, espiando a su vecina desde la ventana, hasta que conoce a otra vecina, una rubia misteriosa que poco después desaparecerá. Lo que sigue es su errático periplo en busca de pistas para encontrarla que se convierte en otra búsqueda, paralela y metafórica: el encuentro de claves en lo cotidiano —en lo discos de música como en los paquetes de cereales— para encontrar algo de sentido bajo una realidad vacua, saturada y sofisticadamente superficial, que no por azar se ubica en Hollywood. Indicio tras indicio la historia se vuelve más descabellada, más vaporosa y brutal al mismo tiempo, más pasada por el filtro del ácido mental que deriva en lisergia fílmica.

Un cocktail extraño, desafiante, más inteligente que conmovedor, desconcertante casi en todo momento, con reminiscencias tan dispares como la narrativa metafílmica de La joven del agua (M. Night Shyamalan), la concatenación en absurdo de Jo, ¡qué noche! (M. Scorsese) o las atmósferas cargadas de sustancia(s) de Puro Vicio (Paul Thomas Anderson).

En cierta manera a la película le sucede lo mismo que a su protagonista: existe la duda razonable de que bajo este intrincado juego de narraciones y escenas chispeantes de magnates todopoderosos que controlan en secreto la contracultura y la cultura mainstream componiendo canciones icónicas para bandas como Nirvana, no haya ningún sentido de peso, algo que unifique las posibilidades abiertas, las ideas desperdigadas, los personajes excéntricos, los asesinatos repentinos e incluso los tiempos del relato, si atendemos a ese vagabundo que podría ser el propio protagonista en el futuro, cohabitando con él en su presente. Y cuando se aproxima el final y el personaje (ojo spoilers) se encuentra con una exnovia que, retratada con dos pinceladas, se revela como alguien importante en esta huida hacia adelante; cuando por fin las piezas empiezan a colocarse y sabremos si nada significaba nada o si todo, cada miga colocada en el caminito, era esencial para llegar a una revelación final; cuando, por un instante, tenemos la sensación de estar ante un dilema similar al del desenlace de Stalker (A. Tarkovsky) y conocer cuánto de verdad había en el discurso de ese personaje bisagra entre los mundos, David Robert Mitchell propone un cierre que es, solamente, un peldaño más de la trama, un deslucido broche sobre sectas de famosos con gustos faraónicos para sus últimos momentos que no deslumbra con un sentido de conjunto que eleve la propuesta al nivel de su potencial o que la aniquile con una radical frustración de las expectativas de conocimiento, dejándonos caer en el vacío del desamparo filosófico. La cosa no chispea, no vemos estrellitas, no se nos eriza el bello en ese instante en que lo entendemos todo y las piezas del puzzle encuentran su lugar.

La impresión, pues, es de haber visto una propuesta cuajada a medias, una experiencia entre la chorrada y la maravilla, cuyo mayor logro no es el contenido de la película sino la película en sí misma, entendida como artefacto osado y renovador que empuja lo contemporáneo hacia sus límites. Y eso siempre es bienvenido.

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