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Los partidos son el cortafuegos situado entre el privilegio y la desdicha

¡Partidos, idos!

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Actualmente, si uno quiere hacerse una idea de dónde viene y por dónde va la política nacional (e incluso la universal), ha de ingerir un cóctel de letras de Evaristo Páramos, análisis de Antonio García Trevijano y “sketches” de Joaquín Reyes. Los tres “ingredientes” (un ácrata, un liberal y un histrión) nos harán digeribles ciertos acaeceres ocurridos en las aludidas instancias merced a sus respectivos genios y lúcida-lúdica capacidad de síntesis.


Y el fondo que queda es el de ese sistema al que nos referimos como democracia y que no es otra cosa que una componenda que va sosteniendo el paso de los días de manera menos bronca y descarnada que en otros sistemas, los cuales le sirven como excusa autoafirmadora sin parangón.


Antonio García Trevijano, ebrio de elocuencia, apuntaba en el programa La Clave (en Antena 3 allá por 1992) que el sistema de poder en España no se sustentaría en urnas ni en electores, toda vez que vendría a ser un acuerdo de una camarilla de gentes que se apoderaron del sistema de poder. Los que, a la sazón, son los que hacen listas de diputados y mandan a quienes habrán de acatar sus mandatos y no los de los electores, a los que se ofrece una limitada oferta. Incluso hoy que se ha ensanchado la oferta política se podría decir que lo que han venido a hacer es engrosar la clase política, esa que promueve, y de qué manera, sus intereses de grupo.


García Trevijano seguía afirmando que el poder está fuera del Parlamento, más concretamente en los partidos, cuyos jefes deciden lo que hay que llevar al hemiciclo, allende el interés general. Así quedaría reforzada la oligarquía política nacional, que está en mayor o menor medida ligada a la financiera. Y los ciudadanos más que elegir a sus representantes, harían lo propio con unas siglas que operarán a su antojo, no por mandato imperativo del pueblo, al que no se deben en acto y sí de boquilla.


Lo que se da, más bien, según el profesor García Trevijano, es un consenso oligárquico que acaba generando varias formas de corrupción al entrar en contacto con el sector empresarial y determinados grupos de interés con peso específico. Los partidos, en todo este entramado serían actores fundamentales. Anunciados como mediadores sociales, al estar financiados por el Estado, ya, según García Trevijano, quedarían invalidados en su función porque dicho Estado los habría comprado.


Así las cosas, la democracia, que es un sistema que avala la libertad para formar y controlar el poder por los ciudadanos, quedaría en entredicho, y los partidos serían un factor clave cuando de obstruir una participación ciudadana más activa se trata. Estos han cumplido la misión que pudieran haber tenido en otro momento en tanto que elementos de socialización política, pues, como escribía el profesor Manuel Alcántara Sáez (1997): “la socialización partidista se ve barrida por el incremento ingente de las fuentes de información así como por la agudización de comportamientos individualistas. Los partidos se encuentran, por tanto, inservibles como instrumentos de formación de una determinada conciencia colectiva” (1). Añadía además Alcántara cómo se han convertido en “Diques de contención para la expresión de las más urgentes y sustanciales demandas populares”, destacando, asimismo, su innecesariedad “para resaltar la legitimidad del sistema” (2).


Al final lo que hace un partido que gana unas elecciones no es quedar presto a articular los intereses populares, sino a gestionar los suyos propios en relación con sus redes clientelares. Alcántara aludía al aforismo de Downs: “la finalidad de los partidos no es la de ganar las elecciones para desarrollar una política, sino, por el contrario, la de desarrollar políticas para ganar elecciones” (3). Mercedes Carreras, exponía claramente las apreciaciones de Pareto en este sentido cuando se rebelaba contra las afirmaciones que situaban al pueblo como soberano en los sistemas parlamentarios representativos: “Lejos de ser así, la soberanía está en manos de una pequeña minoría que apela a los principios democráticos solo para dar una apariencia de legitimidad a sus actuaciones” (4). Al fin, Pareto comprobó cómo en los sistemas representativos siempre hay una elite encumbrada que es la que a la postre dirige los destinos del Estado. Para Shumpeter habría democracia dándose competencia entre elites en pos de la consecución del poder, no significando, por tanto el aludido término gobierno directo del pueblo (5). Y ante tal evidencia se alude al sistema “pseudo-democrático” como la mejor de las ingenierías posibles para articular la suma de intereses. Y sin duda es más sencillo asumir el “status quo” que incursionar en ignotos parajes de participación popular. Evaristo Páramos lo sintetizaba afinadamente en el ya fenecido programa radiofónico de la Cadena Ser, Carne Cruda: “arriba de la pirámide, digamos el poder, se dan cuatro navajazos y se apañan enseguida, y aquí tenemos que ponernos de acuerdo varios millones y hay un pitote de la hostia”. He ahí la complejidad del asunto.


Pero lo que está claro es que, por más que se vanaglorien de ello, los partidos ya no articulan apenas las complejas y múltiples demandas de nuestras sociedades, ni siquiera lo intentan, a tenor de cómo transcurren las legislaturas, por lo que, viciados como se hallan, como apuntábamos más arriba, optan por dedicarse sin rubor a más espurios y rentables asuntos.


La exministra Mercedes Cabrera escribía que “hace falta una fina inteligencia política para llevar el enfado popular hacia aquellas partes del Estado que necesitan reforma, dejando intactas las que precisamente hacen posible dicha reforma” (6). Dicho apunte adolecería de cierto conservadurismo elitista, pues “llevar el enfado popular” implicaría seguir evitando que el enfadado pueblo contribuya por sí mismo a reformar o cambiar el estado de las cosas que lo tiene en tal estado de crispación. Además, ¿quién nos dice que quien tiene tan enfadado al pueblo, tendrá interés en cambiar nada para que deje de estarlo? Otra cosa sería generar puentes que atenuasen el hiato entre el pueblo y unas elites, cada vez más separadas de este e indolentes, que deciden cosas de interés público de espaldas al conglomerado objeto de dichas decisiones, en lo que vendría a ser un despotismo cada vez menos ilustrado, todo sea dicho.


En dicha dirección apuntaba interesantes reflexiones el teólogo Leonardo Boff cuando escribía que la “pluralidad de caminos éticos ha tenido como consecuencia una relativización generalizada” no dejando por ello de ser “la ley y el orden […] prerrequisitos para cualquier civilización en cualquier parte del mundo”. Y observaba la gran “mercantilización de la sociedad” a la que asistimos: “el fenómeno del paso de una economía de mercado a una sociedad puramente de mercado”, algo harto diferente a las esencias que nos han traído hasta aquí: “Sabemos hoy por la bioantropología que fue la solidaridad de nuestros ancestros antropoides la que permitió dar el salto de la animalidad a la humanidad. Buscaban los alimentos y los consumían solidariamente” (7). En dirección no muy opuesta y tomando como referencia el presente, José Fernández-Albertos sugería un interesante punto de vista: “Partamos de dos hechos poco controvertidos: las desigualdades generadas por el mercado (entre asalariados y dueños de capital, entre empleados y desempleados, y entre tipos de asalariados) han crecido en las sociedades de nuestro entorno en las últimas décadas. Simultáneamente, la capacidad de los Gobiernos de redistribuir la renta a través de las herramientas tradicionales (impuestos y transferencias) no ha sido capaz de aumentar en la misma medida” (8), interesante apunte al que cabría observarle que no es solo el mercado el que genera dichas desigualdades, sino que muchas actuaciones políticas contribuyen a dar carta blanca a dicho mercado cuando no a malversar, nepotismos mediante, libres competencias, entre otras poco decorosas intrusiones. “Deberíamos aspirar no a corregir las diferencias de renta producidas por el mercado, sino a modificar el funcionamiento de los mercados con el fin de que estos generen menos desigualdades en primer lugar” (9). Nada que objetar a esa afirmación, si bien en el actual estado de las cosas, el factor político no es nada baladí, toda vez que es el que coadyuva a la generación de ciertos privilegios, semilla de desigualdades, precisamente porque las elites llevan consigo muchos intereses vinculados al mercado.


Al fin, los partidos son grupos de interés, pero no de interés general, ni de parte, sino de unos pocos a los que aúpa a estadios de privilegio conducentes a la indolencia, a la más deliciosa ataraxia. Y allá, abajo… el pueblo.


Notas

(1) Cf. en “Curso de partidos políticos”, Madrid, Akal, p. 49.

(2) Ibíd., p. 50.

(3) Ibíd., p. 53.

(4) Carreras, M. (Julio-septiembre de 1991): “Elitismo y democracia: de Pareto a Shumpeter”, “Revista de Estudios Políticos”, pp. 243-260, p. 248.

(5) Cf. Ibíd., p. 258.

(6) Cabrera, M. (4-10-2018): “El reto de la democracia”, “El País”, p. 12.

(7) Boff, L. (28-9-2018): “El eclipse de la ética en la actualidad”, “El País”, p. 13.

(8) Fernández-Albertos, J. (4-10-2018): “El silencioso avance de la predistribución”, “El País”, p. 13.

(9) Ibíd.

¡Partidos, idos!

Los partidos son el cortafuegos situado entre el privilegio y la desdicha
Diego Vadillo López
domingo, 7 de octubre de 2018, 11:08 h (CET)

Actualmente, si uno quiere hacerse una idea de dónde viene y por dónde va la política nacional (e incluso la universal), ha de ingerir un cóctel de letras de Evaristo Páramos, análisis de Antonio García Trevijano y “sketches” de Joaquín Reyes. Los tres “ingredientes” (un ácrata, un liberal y un histrión) nos harán digeribles ciertos acaeceres ocurridos en las aludidas instancias merced a sus respectivos genios y lúcida-lúdica capacidad de síntesis.


Y el fondo que queda es el de ese sistema al que nos referimos como democracia y que no es otra cosa que una componenda que va sosteniendo el paso de los días de manera menos bronca y descarnada que en otros sistemas, los cuales le sirven como excusa autoafirmadora sin parangón.


Antonio García Trevijano, ebrio de elocuencia, apuntaba en el programa La Clave (en Antena 3 allá por 1992) que el sistema de poder en España no se sustentaría en urnas ni en electores, toda vez que vendría a ser un acuerdo de una camarilla de gentes que se apoderaron del sistema de poder. Los que, a la sazón, son los que hacen listas de diputados y mandan a quienes habrán de acatar sus mandatos y no los de los electores, a los que se ofrece una limitada oferta. Incluso hoy que se ha ensanchado la oferta política se podría decir que lo que han venido a hacer es engrosar la clase política, esa que promueve, y de qué manera, sus intereses de grupo.


García Trevijano seguía afirmando que el poder está fuera del Parlamento, más concretamente en los partidos, cuyos jefes deciden lo que hay que llevar al hemiciclo, allende el interés general. Así quedaría reforzada la oligarquía política nacional, que está en mayor o menor medida ligada a la financiera. Y los ciudadanos más que elegir a sus representantes, harían lo propio con unas siglas que operarán a su antojo, no por mandato imperativo del pueblo, al que no se deben en acto y sí de boquilla.


Lo que se da, más bien, según el profesor García Trevijano, es un consenso oligárquico que acaba generando varias formas de corrupción al entrar en contacto con el sector empresarial y determinados grupos de interés con peso específico. Los partidos, en todo este entramado serían actores fundamentales. Anunciados como mediadores sociales, al estar financiados por el Estado, ya, según García Trevijano, quedarían invalidados en su función porque dicho Estado los habría comprado.


Así las cosas, la democracia, que es un sistema que avala la libertad para formar y controlar el poder por los ciudadanos, quedaría en entredicho, y los partidos serían un factor clave cuando de obstruir una participación ciudadana más activa se trata. Estos han cumplido la misión que pudieran haber tenido en otro momento en tanto que elementos de socialización política, pues, como escribía el profesor Manuel Alcántara Sáez (1997): “la socialización partidista se ve barrida por el incremento ingente de las fuentes de información así como por la agudización de comportamientos individualistas. Los partidos se encuentran, por tanto, inservibles como instrumentos de formación de una determinada conciencia colectiva” (1). Añadía además Alcántara cómo se han convertido en “Diques de contención para la expresión de las más urgentes y sustanciales demandas populares”, destacando, asimismo, su innecesariedad “para resaltar la legitimidad del sistema” (2).


Al final lo que hace un partido que gana unas elecciones no es quedar presto a articular los intereses populares, sino a gestionar los suyos propios en relación con sus redes clientelares. Alcántara aludía al aforismo de Downs: “la finalidad de los partidos no es la de ganar las elecciones para desarrollar una política, sino, por el contrario, la de desarrollar políticas para ganar elecciones” (3). Mercedes Carreras, exponía claramente las apreciaciones de Pareto en este sentido cuando se rebelaba contra las afirmaciones que situaban al pueblo como soberano en los sistemas parlamentarios representativos: “Lejos de ser así, la soberanía está en manos de una pequeña minoría que apela a los principios democráticos solo para dar una apariencia de legitimidad a sus actuaciones” (4). Al fin, Pareto comprobó cómo en los sistemas representativos siempre hay una elite encumbrada que es la que a la postre dirige los destinos del Estado. Para Shumpeter habría democracia dándose competencia entre elites en pos de la consecución del poder, no significando, por tanto el aludido término gobierno directo del pueblo (5). Y ante tal evidencia se alude al sistema “pseudo-democrático” como la mejor de las ingenierías posibles para articular la suma de intereses. Y sin duda es más sencillo asumir el “status quo” que incursionar en ignotos parajes de participación popular. Evaristo Páramos lo sintetizaba afinadamente en el ya fenecido programa radiofónico de la Cadena Ser, Carne Cruda: “arriba de la pirámide, digamos el poder, se dan cuatro navajazos y se apañan enseguida, y aquí tenemos que ponernos de acuerdo varios millones y hay un pitote de la hostia”. He ahí la complejidad del asunto.


Pero lo que está claro es que, por más que se vanaglorien de ello, los partidos ya no articulan apenas las complejas y múltiples demandas de nuestras sociedades, ni siquiera lo intentan, a tenor de cómo transcurren las legislaturas, por lo que, viciados como se hallan, como apuntábamos más arriba, optan por dedicarse sin rubor a más espurios y rentables asuntos.


La exministra Mercedes Cabrera escribía que “hace falta una fina inteligencia política para llevar el enfado popular hacia aquellas partes del Estado que necesitan reforma, dejando intactas las que precisamente hacen posible dicha reforma” (6). Dicho apunte adolecería de cierto conservadurismo elitista, pues “llevar el enfado popular” implicaría seguir evitando que el enfadado pueblo contribuya por sí mismo a reformar o cambiar el estado de las cosas que lo tiene en tal estado de crispación. Además, ¿quién nos dice que quien tiene tan enfadado al pueblo, tendrá interés en cambiar nada para que deje de estarlo? Otra cosa sería generar puentes que atenuasen el hiato entre el pueblo y unas elites, cada vez más separadas de este e indolentes, que deciden cosas de interés público de espaldas al conglomerado objeto de dichas decisiones, en lo que vendría a ser un despotismo cada vez menos ilustrado, todo sea dicho.


En dicha dirección apuntaba interesantes reflexiones el teólogo Leonardo Boff cuando escribía que la “pluralidad de caminos éticos ha tenido como consecuencia una relativización generalizada” no dejando por ello de ser “la ley y el orden […] prerrequisitos para cualquier civilización en cualquier parte del mundo”. Y observaba la gran “mercantilización de la sociedad” a la que asistimos: “el fenómeno del paso de una economía de mercado a una sociedad puramente de mercado”, algo harto diferente a las esencias que nos han traído hasta aquí: “Sabemos hoy por la bioantropología que fue la solidaridad de nuestros ancestros antropoides la que permitió dar el salto de la animalidad a la humanidad. Buscaban los alimentos y los consumían solidariamente” (7). En dirección no muy opuesta y tomando como referencia el presente, José Fernández-Albertos sugería un interesante punto de vista: “Partamos de dos hechos poco controvertidos: las desigualdades generadas por el mercado (entre asalariados y dueños de capital, entre empleados y desempleados, y entre tipos de asalariados) han crecido en las sociedades de nuestro entorno en las últimas décadas. Simultáneamente, la capacidad de los Gobiernos de redistribuir la renta a través de las herramientas tradicionales (impuestos y transferencias) no ha sido capaz de aumentar en la misma medida” (8), interesante apunte al que cabría observarle que no es solo el mercado el que genera dichas desigualdades, sino que muchas actuaciones políticas contribuyen a dar carta blanca a dicho mercado cuando no a malversar, nepotismos mediante, libres competencias, entre otras poco decorosas intrusiones. “Deberíamos aspirar no a corregir las diferencias de renta producidas por el mercado, sino a modificar el funcionamiento de los mercados con el fin de que estos generen menos desigualdades en primer lugar” (9). Nada que objetar a esa afirmación, si bien en el actual estado de las cosas, el factor político no es nada baladí, toda vez que es el que coadyuva a la generación de ciertos privilegios, semilla de desigualdades, precisamente porque las elites llevan consigo muchos intereses vinculados al mercado.


Al fin, los partidos son grupos de interés, pero no de interés general, ni de parte, sino de unos pocos a los que aúpa a estadios de privilegio conducentes a la indolencia, a la más deliciosa ataraxia. Y allá, abajo… el pueblo.


Notas

(1) Cf. en “Curso de partidos políticos”, Madrid, Akal, p. 49.

(2) Ibíd., p. 50.

(3) Ibíd., p. 53.

(4) Carreras, M. (Julio-septiembre de 1991): “Elitismo y democracia: de Pareto a Shumpeter”, “Revista de Estudios Políticos”, pp. 243-260, p. 248.

(5) Cf. Ibíd., p. 258.

(6) Cabrera, M. (4-10-2018): “El reto de la democracia”, “El País”, p. 12.

(7) Boff, L. (28-9-2018): “El eclipse de la ética en la actualidad”, “El País”, p. 13.

(8) Fernández-Albertos, J. (4-10-2018): “El silencioso avance de la predistribución”, “El País”, p. 13.

(9) Ibíd.

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