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“Llevar una vida margada lo puede cualquiera, pero amargarse la vida a propósito es un arte que se aprende” Paul Valéry

¿Viviríamos mejor si no nos empeñáramos en amargarnos la vida?

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Siempre hemos creído que pasarse la vida intentando mejorar el estatus social, hacerse rico, obtener una situación privilegiada para destacar sobre el resto de ciudadanos o desear con desesperación algo que no se tiene y que, en muchas ocasiones, resulta inalcanzable, es la manera más eficaz de estar siempre disgustado consigo mismo, molesto con el rol que la vida te ha venido asignando y resentido con el resto de la humanidad, a la que siempre se la culpa de no haber sabido apreciar lo suficiente las “cualidades” que cada uno acostumbra a asignarse, sea cierto o no que las posea.


Se ha dicho de los españoles que somos un país en el que, su pecado capital, es la envidia. Me temo que el pueblo español no se lamenta tanto de lo que no tiene, lo que cree que le falta, las cosas que entiende que le correspondería que cada persona, por el sólo hecho de nacer ya debiera de tener garantizadas por la colectividad, llámesele Estado, comuna, dictadura o cualquiera otro sistema que se pudiera crear para regir la vida de cualquier grupo de humanos que quisieran vivir en común una existencia apacible y sin disputas entre ellos; que de lo que, sin embargo, poseen las personas que forman parte de su entorno social. Yo puedo ser feliz con una bicicleta hasta que mi cuñado se compra una moto con la que se dedica a presumir en mi presencia. Mi mujer puede estar feliz con su vestido de fiesta y sus zapatos de 15 centímetros de tacón, en tanto que su amiga, la que se encuentra con ella cada día cuando lleva a su chaval al colegio, no se le aparece con un bolso marca Louis Vuitton que ella sabe que nunca tendrá la posibilidad de comprar algo parecido.


En realidad el mundo se ha ido rigiendo por estas pequeñas cosas, que han venido siendo las que, poco a poco, han ido creando los distanciamientos, las envidias, las críticas y las discrepancias familiares y la ruptura de amistades que parecían que nunca era posible que se truncaran. El campesino que ve que su vecino compra una máquina segadora con la que su trabajo le rinde más; el amigo que asciende en el escalafón de la empresa hasta ocupar aquel cargo que uno aspiraba a conseguir. Pequeñas causas capaces de irse acumulando hasta crear verdaderas barreras entre personas que se apreciaban y que acaban por llegar a odiarse. Es el portero del edificio que ve cómo, los ocupantes de las viviendas del inmueble del que se ocupa, van consumiendo manjares caros, compran juguetes a sus hijos que él sabe que no se los podrá dar a los suyos o pilotan lujosos coches de marcas carísimas y él, por el contrario, apenas ha conseguido un pequeño utilitario para desplazarse al trabajo. Durante la guerra española de 1936 fueron muchos los porteros que por despecho, inquina o venganza hacia las personas que vivían en el edificio, fueron a delatarlos ante los comités antifascistas, acusándolos de católicos, de meapilas o de ricachones de explotar a las personas que les servían.


En efecto, creo que se pueden sacar consecuencias de la crisis pasada. Hubo unos años en los que la llegada de la famosa burbuja inmobiliaria, la crisis de las sub-prime, el desplome de la economía mundial, los despidos, las quiebras de empresas, la imposibilidad de encontrar un trabajo, la necesidad de familias enteras en desempleo tuvieran que refugiarse en casa de los padres ancianos para vivir de la pensión de los abuelos; pese a la gravedad de la situación, al afectar a todas las capas de la sociedad, parece que el desastre que afectaba a todos creó entre los ciudadanos españoles una especie de pacto de no agresión, como consecuencia del cual los conflictos laborales se redujeron, las peticiones extemporáneas de aumentos de salarios cesaron, los despidos se produjeron como consecuencia de los expedientes de regulación de empleo, casi de mutuo acuerdo entre los sindicatos y las direcciones de las empresas. Se exacerbó lo que se podía entender como un principio de solidaridad, tan propio de nuestra raza latina, por el que se antepuso la necesidad de resistencia, de afrontar como fuera un mal que sabíamos que no estaba en manos de empresas ni de empresarios el evitarlo y se puede decir que este comportamiento y el del gobierno, que tomó el toro por los cuernos (en este caso, el del PP), fueron los elementos esenciales para que el milagro de evitar la quiebra de la nación española y el comienzo de su lenta, pero seguida, recuperación hasta que se llegó a un punto de inflexión en el que los españoles empezaron a ver luz en el futuro de España.


Curiosamente, fue a partir de entonces cuando un sujeto, aparentemente inofensivo, hijo del movimiento 15-M e Indignados, del 2015, el señor Pablo Iglesias y su camarilla de activistas salidos de la universidad Complutense, se dieron a conocer a través de las TV con un éxito inusitado que les permitió situarse a la cabeza de las encuestas, dejando atrás a partidos tradicionales que se vieron superados por aquella imprevista ola de reformistas valiéndose, con toda seguridad, del hartazgo de gran número de ciudadanos ante los numerosos casos de corrupción que fueron apareciendo de entre las filas del bipartidismo que dirigía la política española.


Entonces, esta campaña de los comunistas bolivarianos se juntó con la apreciación de los trabajadores de que en sus respectivas empresas mejoraban las ventas y la actividad industrial se iba recuperando paulatinamente. Así como los trabajadores tardaron un tiempo, al comienzo de la crisis, en notar sobre sí mismos los efectos de la disminución de la demanda, cuando ya las empresas llevaban un tiempo enfrentándose a ella; en el caso de la recuperación se comienza por un aumento, apenas perceptible, de la demanda que empieza por notarse en la producción, pero que tarda en llegar a hacer efecto en la plantilla hasta que los empresarios deciden contratar a más operarios, cuando tienen la certeza de que la tendencia se consolida.


Se debe observar cómo las nuevas demandas comunistas al Estado y la simultánea reavivación de la actividad de los soberanistas catalanes, surgieron a la par en aquella época en la que el Gobierno empezó a sentir que su lucha contra la crisis empezaba a tener éxito. El señor Mas pensó que la experiencia de la crisis y los problemas inherentes a la recuperación, una vez pasada la época crítica del desplome económico, y se estaban notando los primeros efectos de una mejora en el comercio mundial, les iba a proporcionar un ambiente de optimismo que les proporcionaría un ambiente favorable para poder plantear aquellas demandas y exigencias que hubieran fracasado en el caso de pretender exponerlas en los peores momento de depresión.


El pueblo se imaginó que los empresarios se querían aprovechar del miedo de los trabajadores a perder sus puestos de trabajo para mantener sueldos bajos y reducción de plantillas para enriquecerse. No tuvieron en cuenta la situación desfavorable que las empresas tuvieron que soportar antes de que los efectos de la recesión les afectaran a ellos, sus sueldos y su trabajo. Hábilmente manipulados por los activistas, por los sindicatos y por los partidos de extrema izquierda, explotaron la circunstancia para intentar crear movilizaciones y huelgas que afectarían a un Gobierno debilitado por el problema catalán que se veía obligado a gobernar en minoría y, a la vez, presionado por los separatistas catalanes que pretendían sacar beneficio de la débil postura de un Ejecutivo minorista en el Parlamento y con , prácticamente, todo el arco parlamentario de la oposición en su contra. El español medio tuvo ocasión de ver como aquellos que le habían venido gobernando, le exigieron recortes en sus ganancias, le hicieron perder su puesto de trabajo, y le habían situado en una posición extremadamente incómoda sin tener la seguridad de mantener su puesto de trabajo que, por añadidura, se les presentaban como una pandilla de aprovechados que durante la crisis habían estado especulando y cometiendo fraudes a costa de los caudales del Estado para sus fines particulares.


Un cóctel lo suficientemente explosivo para que las generalizaciones se produjeran y la opinión de la mayoría de ciudadanos les aplicase a la totalidad de los políticos el calificativo de sinvergüenzas, aprovechados y corruptos. Algo inevitable en una masa de gente, fácilmente inducible y crédula ante cualquiera que tuviera la habilidad de saber decir lo que, la mayoría, estaba esperando que les dijesen.


Ahora, con los cambios experimentados por el PP, se anuncia un cambio que, probablemente, vamos a tener que esperar al próximo otoño, consistente en un replanteamiento de la política llevada a cabo por el señor Rajoy de ir detrás de los acontecimientos, de no provocar enfrentamientos, de buscar el consenso a costa de concesiones y tolerancias y de ir cediendo con la esperanza de que los asuntos se llegaran a resolver por sí mismos. Los que hemos confiado en el señor Pablo Casado, los que nunca hemos creído en un política de cesiones ante el soberanismo vasco y catalán que, como se ha demostrado a través de los años, no ha servido más que para que se envalentonaras sus cabecillas y para que el número de catalanistas separatistas fuera en aumento.


O así es como, señores, desde la óptica de una ciudadano de a pie, hemos llegado a la conclusión de que, para solucionar el tema del separatismo catalán, no valen paños calientes, ni más blanduras y tolerancias con sus desplantes. No es posible que un gobierno de España se siga bajando los pantalones cada vez que a un señor Torra cualquiera se le ponga colorado el moco de pavo y se declare en rebeldía respecto al resto de España. O reaccionamos con firmeza o se nos comen por los pies.

¿Viviríamos mejor si no nos empeñáramos en amargarnos la vida?

“Llevar una vida margada lo puede cualquiera, pero amargarse la vida a propósito es un arte que se aprende” Paul Valéry
Miguel Massanet
domingo, 12 de agosto de 2018, 10:36 h (CET)

Siempre hemos creído que pasarse la vida intentando mejorar el estatus social, hacerse rico, obtener una situación privilegiada para destacar sobre el resto de ciudadanos o desear con desesperación algo que no se tiene y que, en muchas ocasiones, resulta inalcanzable, es la manera más eficaz de estar siempre disgustado consigo mismo, molesto con el rol que la vida te ha venido asignando y resentido con el resto de la humanidad, a la que siempre se la culpa de no haber sabido apreciar lo suficiente las “cualidades” que cada uno acostumbra a asignarse, sea cierto o no que las posea.


Se ha dicho de los españoles que somos un país en el que, su pecado capital, es la envidia. Me temo que el pueblo español no se lamenta tanto de lo que no tiene, lo que cree que le falta, las cosas que entiende que le correspondería que cada persona, por el sólo hecho de nacer ya debiera de tener garantizadas por la colectividad, llámesele Estado, comuna, dictadura o cualquiera otro sistema que se pudiera crear para regir la vida de cualquier grupo de humanos que quisieran vivir en común una existencia apacible y sin disputas entre ellos; que de lo que, sin embargo, poseen las personas que forman parte de su entorno social. Yo puedo ser feliz con una bicicleta hasta que mi cuñado se compra una moto con la que se dedica a presumir en mi presencia. Mi mujer puede estar feliz con su vestido de fiesta y sus zapatos de 15 centímetros de tacón, en tanto que su amiga, la que se encuentra con ella cada día cuando lleva a su chaval al colegio, no se le aparece con un bolso marca Louis Vuitton que ella sabe que nunca tendrá la posibilidad de comprar algo parecido.


En realidad el mundo se ha ido rigiendo por estas pequeñas cosas, que han venido siendo las que, poco a poco, han ido creando los distanciamientos, las envidias, las críticas y las discrepancias familiares y la ruptura de amistades que parecían que nunca era posible que se truncaran. El campesino que ve que su vecino compra una máquina segadora con la que su trabajo le rinde más; el amigo que asciende en el escalafón de la empresa hasta ocupar aquel cargo que uno aspiraba a conseguir. Pequeñas causas capaces de irse acumulando hasta crear verdaderas barreras entre personas que se apreciaban y que acaban por llegar a odiarse. Es el portero del edificio que ve cómo, los ocupantes de las viviendas del inmueble del que se ocupa, van consumiendo manjares caros, compran juguetes a sus hijos que él sabe que no se los podrá dar a los suyos o pilotan lujosos coches de marcas carísimas y él, por el contrario, apenas ha conseguido un pequeño utilitario para desplazarse al trabajo. Durante la guerra española de 1936 fueron muchos los porteros que por despecho, inquina o venganza hacia las personas que vivían en el edificio, fueron a delatarlos ante los comités antifascistas, acusándolos de católicos, de meapilas o de ricachones de explotar a las personas que les servían.


En efecto, creo que se pueden sacar consecuencias de la crisis pasada. Hubo unos años en los que la llegada de la famosa burbuja inmobiliaria, la crisis de las sub-prime, el desplome de la economía mundial, los despidos, las quiebras de empresas, la imposibilidad de encontrar un trabajo, la necesidad de familias enteras en desempleo tuvieran que refugiarse en casa de los padres ancianos para vivir de la pensión de los abuelos; pese a la gravedad de la situación, al afectar a todas las capas de la sociedad, parece que el desastre que afectaba a todos creó entre los ciudadanos españoles una especie de pacto de no agresión, como consecuencia del cual los conflictos laborales se redujeron, las peticiones extemporáneas de aumentos de salarios cesaron, los despidos se produjeron como consecuencia de los expedientes de regulación de empleo, casi de mutuo acuerdo entre los sindicatos y las direcciones de las empresas. Se exacerbó lo que se podía entender como un principio de solidaridad, tan propio de nuestra raza latina, por el que se antepuso la necesidad de resistencia, de afrontar como fuera un mal que sabíamos que no estaba en manos de empresas ni de empresarios el evitarlo y se puede decir que este comportamiento y el del gobierno, que tomó el toro por los cuernos (en este caso, el del PP), fueron los elementos esenciales para que el milagro de evitar la quiebra de la nación española y el comienzo de su lenta, pero seguida, recuperación hasta que se llegó a un punto de inflexión en el que los españoles empezaron a ver luz en el futuro de España.


Curiosamente, fue a partir de entonces cuando un sujeto, aparentemente inofensivo, hijo del movimiento 15-M e Indignados, del 2015, el señor Pablo Iglesias y su camarilla de activistas salidos de la universidad Complutense, se dieron a conocer a través de las TV con un éxito inusitado que les permitió situarse a la cabeza de las encuestas, dejando atrás a partidos tradicionales que se vieron superados por aquella imprevista ola de reformistas valiéndose, con toda seguridad, del hartazgo de gran número de ciudadanos ante los numerosos casos de corrupción que fueron apareciendo de entre las filas del bipartidismo que dirigía la política española.


Entonces, esta campaña de los comunistas bolivarianos se juntó con la apreciación de los trabajadores de que en sus respectivas empresas mejoraban las ventas y la actividad industrial se iba recuperando paulatinamente. Así como los trabajadores tardaron un tiempo, al comienzo de la crisis, en notar sobre sí mismos los efectos de la disminución de la demanda, cuando ya las empresas llevaban un tiempo enfrentándose a ella; en el caso de la recuperación se comienza por un aumento, apenas perceptible, de la demanda que empieza por notarse en la producción, pero que tarda en llegar a hacer efecto en la plantilla hasta que los empresarios deciden contratar a más operarios, cuando tienen la certeza de que la tendencia se consolida.


Se debe observar cómo las nuevas demandas comunistas al Estado y la simultánea reavivación de la actividad de los soberanistas catalanes, surgieron a la par en aquella época en la que el Gobierno empezó a sentir que su lucha contra la crisis empezaba a tener éxito. El señor Mas pensó que la experiencia de la crisis y los problemas inherentes a la recuperación, una vez pasada la época crítica del desplome económico, y se estaban notando los primeros efectos de una mejora en el comercio mundial, les iba a proporcionar un ambiente de optimismo que les proporcionaría un ambiente favorable para poder plantear aquellas demandas y exigencias que hubieran fracasado en el caso de pretender exponerlas en los peores momento de depresión.


El pueblo se imaginó que los empresarios se querían aprovechar del miedo de los trabajadores a perder sus puestos de trabajo para mantener sueldos bajos y reducción de plantillas para enriquecerse. No tuvieron en cuenta la situación desfavorable que las empresas tuvieron que soportar antes de que los efectos de la recesión les afectaran a ellos, sus sueldos y su trabajo. Hábilmente manipulados por los activistas, por los sindicatos y por los partidos de extrema izquierda, explotaron la circunstancia para intentar crear movilizaciones y huelgas que afectarían a un Gobierno debilitado por el problema catalán que se veía obligado a gobernar en minoría y, a la vez, presionado por los separatistas catalanes que pretendían sacar beneficio de la débil postura de un Ejecutivo minorista en el Parlamento y con , prácticamente, todo el arco parlamentario de la oposición en su contra. El español medio tuvo ocasión de ver como aquellos que le habían venido gobernando, le exigieron recortes en sus ganancias, le hicieron perder su puesto de trabajo, y le habían situado en una posición extremadamente incómoda sin tener la seguridad de mantener su puesto de trabajo que, por añadidura, se les presentaban como una pandilla de aprovechados que durante la crisis habían estado especulando y cometiendo fraudes a costa de los caudales del Estado para sus fines particulares.


Un cóctel lo suficientemente explosivo para que las generalizaciones se produjeran y la opinión de la mayoría de ciudadanos les aplicase a la totalidad de los políticos el calificativo de sinvergüenzas, aprovechados y corruptos. Algo inevitable en una masa de gente, fácilmente inducible y crédula ante cualquiera que tuviera la habilidad de saber decir lo que, la mayoría, estaba esperando que les dijesen.


Ahora, con los cambios experimentados por el PP, se anuncia un cambio que, probablemente, vamos a tener que esperar al próximo otoño, consistente en un replanteamiento de la política llevada a cabo por el señor Rajoy de ir detrás de los acontecimientos, de no provocar enfrentamientos, de buscar el consenso a costa de concesiones y tolerancias y de ir cediendo con la esperanza de que los asuntos se llegaran a resolver por sí mismos. Los que hemos confiado en el señor Pablo Casado, los que nunca hemos creído en un política de cesiones ante el soberanismo vasco y catalán que, como se ha demostrado a través de los años, no ha servido más que para que se envalentonaras sus cabecillas y para que el número de catalanistas separatistas fuera en aumento.


O así es como, señores, desde la óptica de una ciudadano de a pie, hemos llegado a la conclusión de que, para solucionar el tema del separatismo catalán, no valen paños calientes, ni más blanduras y tolerancias con sus desplantes. No es posible que un gobierno de España se siga bajando los pantalones cada vez que a un señor Torra cualquiera se le ponga colorado el moco de pavo y se declare en rebeldía respecto al resto de España. O reaccionamos con firmeza o se nos comen por los pies.

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Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre un aspecto de la vida actual que parece extremadamente novedoso por sus avances agigantados en el mundo de la tecnología, pero cuyo planteo persiste desde Platón hasta nuestros días, a saber, la realidad virtual inmiscuida hasta el tuétano en nuestra cotidianidad y la posibilidad de que llegue el día en que no podamos distinguir entre "lo real" y "lo virtual".

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