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Marcos Méndez

'Jarhead', de Sam Mendes

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El protagonista de Jarhead, Anthony Swofford, no es un Born to Kill como Matthew Modine en La chaqueta metálica -aunque la película de Mendes tenga más de un punto en común con la de Kubrick-, ni tampoco se parece a ninguno de los hombres que formaban el comando Uno rojo: división de choque en la sensacional película de Sam Fuller. A Swofford no le mueve la ansiedad vertiginosa que algunos experimentan tras escuchar la expresión “matar o morir” y todavía no sabe qué le empujó a alistarse en el ejército con veinte años cuando salía con una chica preciosa y se abrían ante él las puertas de la Universidad.

En un momento de su entrenamiento con el Segundo Pelotón de los marines se le puede ver leyendo El extranjero mientras está impedido por una diarrea. Meursault, el protagonista de la novela de Camus, es un hombre consumido por la cotidianeidad y el hastío de la rutina de su vida hasta el punto que reconoce no sentir nada por nadie. Esta rutina es la misma que sufren los marines en el desierto mientras permanecen seis meses sin entrar en batalla. Meursault se salió de ella disparando a un árabe por culpa del tórrido sol de una playa, y Swofford está a punto de hacer lo mismo con un compañero porque su novia “ha encontrado un amigo”, su rifle está empolvado y se pasa el día jugando al rugby bajo el insoportable sol del desierto. Uno y otro tienen distintas motivaciones, pero a los dos personajes les consume la monotonía sin darse cuenta.

Mendes implica a la Guerra del Golfo en una visión limitada de los acontecimientos, priorizando sobre las noticias que reciben los marines y sus reacciones ante las mismas: “no queremos saber nada de política. Estamos aquí y eso es lo que cuenta”, es sin duda el leitmotiv sobre el que gira la acción. Esto provoca que nuestra percepción desde el exterior sea diferente a la que podemos tener si vemos, por ejemplo, Platoon, en la que los soldados hacían gala del mismo salvajismo natural que los leones en el circo romano. Las intenciones de Jarhead son las opuestas a Platoon, del mismo modo que la significación de los marines para uno y otro cineasta carece de punto de convergencia alguno. Oliver Stone clamaba por el horror de la guerra y Sam Mendes clama por la grandeza de los marines. El responsable de Jarhead pretende que no juzguemos equívoca la conducta de unos hombres cuyas motivaciones son variables -desconocidas en la mayor parte de los casos- del mismo modo que Camus planteaba la imposibilidad para juzgar a Meursault con las mismas armas e idénticos principios que a cualquier otro.

Los excesos del entrenamiento, que incluyen la muerte accidental de un marine mientras se arrastraba bajo fuego real, recuerdan al primer tercio de La chaqueta metálica, que terminaba con un trágico suicidio. Sin embargo -y de nuevo- las intenciones de Kubrick y Mendes con respecto a la flagrante inhumanidad de las maniobras no podrían estar más alejadas. A los dos realizadores les preocupan la calidad de los encuadres y de las interpretaciones, pero mientras el director de Lolita mostraba con acentuado verismo el lado oscuro de la Guerra, el realizador de Camino a la perdición sucumbe ante la identificación con los personajes para conseguir una película más comercial a costa de perder interés y personalidad.

Jarhead se esfuerza constantemente en mantenernos despiertos y no vacila demasiado en recurrir a los tópicos del cine bélico (¿qué son sino esa fiesta de contrabando bajo la tienda de campaña o el accidente de Fergus con los cohetes?) sin pensar demasiado en su mejor baza, la del espacio, ese desierto infernal cuna de petróleo. Tanto es así que los mejores momentos se desarrollan precisamente en los pozos de oro negro, en el sucinto encuentro con un caballo recién duchado por la Lluvia negra (también el film de Imamura se me viene presto a la memoria), entre las columnas de fuego y humo que salen de las entrañas de esa tierra hostil.

'Jarhead', de Sam Mendes

Marcos Méndez
Marcos Méndez
miércoles, 1 de marzo de 2006, 00:33 h (CET)
El protagonista de Jarhead, Anthony Swofford, no es un Born to Kill como Matthew Modine en La chaqueta metálica -aunque la película de Mendes tenga más de un punto en común con la de Kubrick-, ni tampoco se parece a ninguno de los hombres que formaban el comando Uno rojo: división de choque en la sensacional película de Sam Fuller. A Swofford no le mueve la ansiedad vertiginosa que algunos experimentan tras escuchar la expresión “matar o morir” y todavía no sabe qué le empujó a alistarse en el ejército con veinte años cuando salía con una chica preciosa y se abrían ante él las puertas de la Universidad.

En un momento de su entrenamiento con el Segundo Pelotón de los marines se le puede ver leyendo El extranjero mientras está impedido por una diarrea. Meursault, el protagonista de la novela de Camus, es un hombre consumido por la cotidianeidad y el hastío de la rutina de su vida hasta el punto que reconoce no sentir nada por nadie. Esta rutina es la misma que sufren los marines en el desierto mientras permanecen seis meses sin entrar en batalla. Meursault se salió de ella disparando a un árabe por culpa del tórrido sol de una playa, y Swofford está a punto de hacer lo mismo con un compañero porque su novia “ha encontrado un amigo”, su rifle está empolvado y se pasa el día jugando al rugby bajo el insoportable sol del desierto. Uno y otro tienen distintas motivaciones, pero a los dos personajes les consume la monotonía sin darse cuenta.

Mendes implica a la Guerra del Golfo en una visión limitada de los acontecimientos, priorizando sobre las noticias que reciben los marines y sus reacciones ante las mismas: “no queremos saber nada de política. Estamos aquí y eso es lo que cuenta”, es sin duda el leitmotiv sobre el que gira la acción. Esto provoca que nuestra percepción desde el exterior sea diferente a la que podemos tener si vemos, por ejemplo, Platoon, en la que los soldados hacían gala del mismo salvajismo natural que los leones en el circo romano. Las intenciones de Jarhead son las opuestas a Platoon, del mismo modo que la significación de los marines para uno y otro cineasta carece de punto de convergencia alguno. Oliver Stone clamaba por el horror de la guerra y Sam Mendes clama por la grandeza de los marines. El responsable de Jarhead pretende que no juzguemos equívoca la conducta de unos hombres cuyas motivaciones son variables -desconocidas en la mayor parte de los casos- del mismo modo que Camus planteaba la imposibilidad para juzgar a Meursault con las mismas armas e idénticos principios que a cualquier otro.

Los excesos del entrenamiento, que incluyen la muerte accidental de un marine mientras se arrastraba bajo fuego real, recuerdan al primer tercio de La chaqueta metálica, que terminaba con un trágico suicidio. Sin embargo -y de nuevo- las intenciones de Kubrick y Mendes con respecto a la flagrante inhumanidad de las maniobras no podrían estar más alejadas. A los dos realizadores les preocupan la calidad de los encuadres y de las interpretaciones, pero mientras el director de Lolita mostraba con acentuado verismo el lado oscuro de la Guerra, el realizador de Camino a la perdición sucumbe ante la identificación con los personajes para conseguir una película más comercial a costa de perder interés y personalidad.

Jarhead se esfuerza constantemente en mantenernos despiertos y no vacila demasiado en recurrir a los tópicos del cine bélico (¿qué son sino esa fiesta de contrabando bajo la tienda de campaña o el accidente de Fergus con los cohetes?) sin pensar demasiado en su mejor baza, la del espacio, ese desierto infernal cuna de petróleo. Tanto es así que los mejores momentos se desarrollan precisamente en los pozos de oro negro, en el sucinto encuentro con un caballo recién duchado por la Lluvia negra (también el film de Imamura se me viene presto a la memoria), entre las columnas de fuego y humo que salen de las entrañas de esa tierra hostil.

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