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Etiquetas | Inmigración | Europa
La migración de los hombres es una realidad natural, y por tanto tenemos dos opciones, o les acompañamos y les brindamos nuevas oportunidades de vida, o nos oponemos, y creamos un problema de por vida

La inmigración, un problema de todos

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Partimos de un principio incuestionable: la libertad de emigrar y de inmigrar es un derecho fundamental del hombre. Cualquier persona en el mundo tiene derecho a ofrecer sus servicios de trabajo, en cualquier lugar del planeta. Pero lo cierto es que la emigración se reconoce como un derecho fundamental, y sin embargo, la inmigración no.


Hoy nadie discute la libertad que cualquier ciudadano de un país libre tiene a la hora de abandonar su tierra. Pero nadie pone en cuestión que un país tenga derecho a impedir la entrada de extranjeros en su territorio. Y paradójicamente, una persona que abandona libremente su país de origen, pero que no es aceptado en otro, es objeto de violación de su derecho inalienable de poder emigrar donde desee.


En todo caso, no conviene perder de vista la situación real que hoy en día está viviendo Europa, pero también los Estados Unidos de América. El número de personas que irán llegando a nuestro continente en los próximos años seguirá creciendo. Y es que, ciertamente existe una necesidad demográfica, porque Europa se muere de vieja, y otra que afecta a los propios emigrantes que abandonan sus países de origen, buscando otras oportunidades de vida, porque la que se les concedió por nacimiento, ya se la han robado.


Y como se trata de dos argumentos que se necesitan, la cuestión demográfica y económica, y el deseo de estas personas de abandonar sus países, mejor establecer los mecanismos legales y humanitarios para acoger estos flujos de población que no cesan de llegar, y dejar de hacerles la vida todavía más difícil.


En vez de construir muros, vallas, concertinas, e impedir la llegada de barcos a nuestros puertos, más nos valdría aceptar que estamos ante un fenómeno imparable, y que en virtud del derecho inalienable que todo hombre tiene a desplazarse, viajar y trabajar donde quiera, la mejor respuesta que se puede dar es integrar a estos seres humanos en las mejores condiciones posibles, cosa de la que todos nos beneficiaremos al final.


Quizás Europa se esté equivocando de estrategia: no se puede usar la ley para someter la voluntad de los pueblos. La migración de los hombres es una realidad natural, y por tanto tenemos dos opciones, o les acompañamos y les brindamos nuevas oportunidades de vida, o nos oponemos, y creamos un problema de por vida.


Porque en el fondo todo se reduce a una sola cosa: no estamos dispuestos a que pongan en cuestión nuestro modo de vida cómodo y aburguesado. Por eso cerramos los ojos ante la llegada de pateras a las playas, o ante las noticias que hablan de innumerables ahogados durante su travesía por el mar. Y todos ellos, los vivos y los muertos, sólo buscan lo mismo, tener las mismas oportunidades y los mismos derechos que nosotros. 

La inmigración, un problema de todos

La migración de los hombres es una realidad natural, y por tanto tenemos dos opciones, o les acompañamos y les brindamos nuevas oportunidades de vida, o nos oponemos, y creamos un problema de por vida
Fausto Antonio Ramírez
domingo, 8 de julio de 2018, 07:08 h (CET)

Partimos de un principio incuestionable: la libertad de emigrar y de inmigrar es un derecho fundamental del hombre. Cualquier persona en el mundo tiene derecho a ofrecer sus servicios de trabajo, en cualquier lugar del planeta. Pero lo cierto es que la emigración se reconoce como un derecho fundamental, y sin embargo, la inmigración no.


Hoy nadie discute la libertad que cualquier ciudadano de un país libre tiene a la hora de abandonar su tierra. Pero nadie pone en cuestión que un país tenga derecho a impedir la entrada de extranjeros en su territorio. Y paradójicamente, una persona que abandona libremente su país de origen, pero que no es aceptado en otro, es objeto de violación de su derecho inalienable de poder emigrar donde desee.


En todo caso, no conviene perder de vista la situación real que hoy en día está viviendo Europa, pero también los Estados Unidos de América. El número de personas que irán llegando a nuestro continente en los próximos años seguirá creciendo. Y es que, ciertamente existe una necesidad demográfica, porque Europa se muere de vieja, y otra que afecta a los propios emigrantes que abandonan sus países de origen, buscando otras oportunidades de vida, porque la que se les concedió por nacimiento, ya se la han robado.


Y como se trata de dos argumentos que se necesitan, la cuestión demográfica y económica, y el deseo de estas personas de abandonar sus países, mejor establecer los mecanismos legales y humanitarios para acoger estos flujos de población que no cesan de llegar, y dejar de hacerles la vida todavía más difícil.


En vez de construir muros, vallas, concertinas, e impedir la llegada de barcos a nuestros puertos, más nos valdría aceptar que estamos ante un fenómeno imparable, y que en virtud del derecho inalienable que todo hombre tiene a desplazarse, viajar y trabajar donde quiera, la mejor respuesta que se puede dar es integrar a estos seres humanos en las mejores condiciones posibles, cosa de la que todos nos beneficiaremos al final.


Quizás Europa se esté equivocando de estrategia: no se puede usar la ley para someter la voluntad de los pueblos. La migración de los hombres es una realidad natural, y por tanto tenemos dos opciones, o les acompañamos y les brindamos nuevas oportunidades de vida, o nos oponemos, y creamos un problema de por vida.


Porque en el fondo todo se reduce a una sola cosa: no estamos dispuestos a que pongan en cuestión nuestro modo de vida cómodo y aburguesado. Por eso cerramos los ojos ante la llegada de pateras a las playas, o ante las noticias que hablan de innumerables ahogados durante su travesía por el mar. Y todos ellos, los vivos y los muertos, sólo buscan lo mismo, tener las mismas oportunidades y los mismos derechos que nosotros. 

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