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Un relato estival de Francisco Castro Guerra

Un salabre oxidado

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Hoy he decidido pasear por el antiguo puerto de pescadores. Todavía no han comenzado las vacaciones escolares, no hay nadie en la playa, excepto un par de grupos de jubilados ociosos, lo cual confiere a las viejas callejas adyacentes a los muelles un barniz de paz selenita. Los viejos almacenes, antaño rebosantes de fecundidad comercial, ofrecen un desolador paisaje de abandono y decrepitud. En pocos días comenzarán las tareas de limpieza para que dé inicio el periodo estival, última esperanza de recuperar mínimamente esta zona degradada. Pero hoy es pronto todavía, la miseria y el hedor emanan de los montones de detritos que se acumulan en las esquinas y las herrumbrosas puertas de los almacenes reclaman una mano de minio.


Los pantalanes del puerto pesquero apenas tienen amarres que se mantengan activos. Hay decenas de barcas destartaladas a las que no se les puede expoliar nada ya y mantienen el casco con la línea de flotación casi hundida. Los pocos amarres que se mantienen con vida destacan del resto. Están impolutos e impecablemente pintados, parece que sus inquilinos quieran dar un aviso a los piratas de puerto; algo así como: “aquí se sigue trabajando. Id a robar a otro”.


No hay nadie en el pantalán, los pescadores no han regresado de faenar todavía. Sin embargo, la oxidada cancela está abierta, aunque desde lejos parezca cerrada. Empujo una de las partes de la reja y cede chirriando, parece suplicar lastimosa un poco de lubricante para aliviar su sufrimiento. Camino sorteando cuerdas deshilachadas, redes podridas, utensilios inutilizados y trastos malolientes. Llego casi al final de la larga pasarela que se hinca en el mar e intenta mantener su vetusta gallardía casi perdida ya. No hay nadie, está desierto como un poblado calcinado después de una batalla. No se ve a nadie, aunque unos ruidos me advierten de que no estoy solo.


Recorro de nuevo el largo muelle, esta vez mirando bien entre las embarcaciones. Tengo que volver arriba y abajo varias veces hasta localizar al emisor de los ruidos. Es un niño, de unos doce años, alto y desgarbado, muy moreno, va descalzo, con ropas sucias y ajadas. En su mano sostiene un salabre. Con él está intentando pescar algún pez despistado entre las aguas sucias alrededor de las barcas. En la cubierta de un viejo cascarón de madera abandonado tiene una caja en la que almacena sus capturas. Con una mirada minuciosa al barco lo descubro todo: este es su hogar, vive aquí, quién sabe si solo.


Los servicios sociales y la policía acuden pronto a mi llamada. Tras una pequeña conversación con el niño deciden llevárselo a un hospital para una revisión en profundidad. No tiene familia, ni está censado. Apenas sabe hablar y utiliza un lenguaje rudimentario. Todo un misterio, ¿llevará toda su vida solo, subsistiendo en los muelles? Los pocos pescadores que siguen utilizando ese pantalán aseguran sobrecogidos no haberlo visto nunca por allí.

Veo alejarse la ambulancia y los coches policiales. Al pobre niño quizá le espere un futuro mejor. O no, quién puede saberlo. El caso es que todo ha recuperado la calma previa. Cojo la bicicleta y vuelvo a mi casa. A la comodidad de un hogar. Al pasar por el puerto deportivo veo a los propietarios de los lujosos yates allí atracados. Familias felices, sonrientes, bien alimentadas y ajenas a las tragedias que ocurren tan cerca.

Un salabre oxidado

Un relato estival de Francisco Castro Guerra
Francisco Castro Guerra
jueves, 21 de junio de 2018, 06:55 h (CET)

Hoy he decidido pasear por el antiguo puerto de pescadores. Todavía no han comenzado las vacaciones escolares, no hay nadie en la playa, excepto un par de grupos de jubilados ociosos, lo cual confiere a las viejas callejas adyacentes a los muelles un barniz de paz selenita. Los viejos almacenes, antaño rebosantes de fecundidad comercial, ofrecen un desolador paisaje de abandono y decrepitud. En pocos días comenzarán las tareas de limpieza para que dé inicio el periodo estival, última esperanza de recuperar mínimamente esta zona degradada. Pero hoy es pronto todavía, la miseria y el hedor emanan de los montones de detritos que se acumulan en las esquinas y las herrumbrosas puertas de los almacenes reclaman una mano de minio.


Los pantalanes del puerto pesquero apenas tienen amarres que se mantengan activos. Hay decenas de barcas destartaladas a las que no se les puede expoliar nada ya y mantienen el casco con la línea de flotación casi hundida. Los pocos amarres que se mantienen con vida destacan del resto. Están impolutos e impecablemente pintados, parece que sus inquilinos quieran dar un aviso a los piratas de puerto; algo así como: “aquí se sigue trabajando. Id a robar a otro”.


No hay nadie en el pantalán, los pescadores no han regresado de faenar todavía. Sin embargo, la oxidada cancela está abierta, aunque desde lejos parezca cerrada. Empujo una de las partes de la reja y cede chirriando, parece suplicar lastimosa un poco de lubricante para aliviar su sufrimiento. Camino sorteando cuerdas deshilachadas, redes podridas, utensilios inutilizados y trastos malolientes. Llego casi al final de la larga pasarela que se hinca en el mar e intenta mantener su vetusta gallardía casi perdida ya. No hay nadie, está desierto como un poblado calcinado después de una batalla. No se ve a nadie, aunque unos ruidos me advierten de que no estoy solo.


Recorro de nuevo el largo muelle, esta vez mirando bien entre las embarcaciones. Tengo que volver arriba y abajo varias veces hasta localizar al emisor de los ruidos. Es un niño, de unos doce años, alto y desgarbado, muy moreno, va descalzo, con ropas sucias y ajadas. En su mano sostiene un salabre. Con él está intentando pescar algún pez despistado entre las aguas sucias alrededor de las barcas. En la cubierta de un viejo cascarón de madera abandonado tiene una caja en la que almacena sus capturas. Con una mirada minuciosa al barco lo descubro todo: este es su hogar, vive aquí, quién sabe si solo.


Los servicios sociales y la policía acuden pronto a mi llamada. Tras una pequeña conversación con el niño deciden llevárselo a un hospital para una revisión en profundidad. No tiene familia, ni está censado. Apenas sabe hablar y utiliza un lenguaje rudimentario. Todo un misterio, ¿llevará toda su vida solo, subsistiendo en los muelles? Los pocos pescadores que siguen utilizando ese pantalán aseguran sobrecogidos no haberlo visto nunca por allí.

Veo alejarse la ambulancia y los coches policiales. Al pobre niño quizá le espere un futuro mejor. O no, quién puede saberlo. El caso es que todo ha recuperado la calma previa. Cojo la bicicleta y vuelvo a mi casa. A la comodidad de un hogar. Al pasar por el puerto deportivo veo a los propietarios de los lujosos yates allí atracados. Familias felices, sonrientes, bien alimentadas y ajenas a las tragedias que ocurren tan cerca.

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Al fin, el sistema educativo (aunque fundamentalmente lo es, o habría de serlo, de enseñanza-aprendizaje) está dentro de una dinámica social y en su transcurrir diario forja futuros ciudadanos con base en unos valores imperantes de los que es complicado sustraerse. Desde el XIX hasta nuestros días dichos valores han estado muy influenciados por la evolución de la ética económico-laboral, a la que Jorge Dioni López se refería afinadamente en un artículo.

Acaba de fallecer Joe Lieberman, con 82 años, senador estadounidense por Connecticut durante cuatro mandatos antes de ser compañero de Al Gore en el año 2000. Desde que se retiró en 2013 retomó su desempeño en la abogacía en American Enterprise Institute y se encontraba estrechamente vinculado al grupo político No Label (https://www.nolabels.org/ ) y que se ha destacado por impulsar políticas independientes y centristas.

Me he criado en una familia religiosa, sin llegar a ser beata, que ha vivido muy de cerca la festividad del Jueves Santo desde siempre. Mis padres se casaron en Santo Domingo, hemos vivido en el pasillo del mismo nombre, pusimos nuestro matrimonio a los pies de la Virgen de la Esperanza, de la que soy hermano, y he llevado su trono durante 25 años.

 
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