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G. Carrasco, Barcelona

De la partidocracia a una democracia más participativa

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En Cataluña vivimos tiempos convulsos. Tiempos en los que la vorágine de acontecimientos políticos, tan contradictorios como inexplicables, amenaza la paciencia y la cordura de gran parte de la ciudadanía. ¿Como no sentir vergüenza ajena al contemplar como los políticos se acusan unos a otros de déficit democrático en tanto que, en sede parlamentaria, nos ofrecen espectáculos circenses más propios de saltimbanquis y prestidigitadores que de representantes de la soberanía del pueblo?


La confrontación entre Cataluña y el Estado tiene lugar en un ambiente de gran tensión política, social y judicial. Un entorno cargado de desasosiego y de pasiones desbordadas que hacen imposible un análisis cuidadoso y sereno de «la etiología» —la causa y auténtica raíz— de la actual situación política y social.


Por tanto, cuando se dan situaciones tan complejas y confusas, lo primero que hay que hacer es serenarnos antes de reflexionar sobre ellas. Para hacerlo, resulta imprescindible que los ciudadanos —unionistas, independentistas, equidistantes o neutrales— dejemos al margen momentáneamente nuestras legítimas ideologías personales para poder llevar a cabo un análisis lo más objetivo y preciso posible. Desde esta perspectiva, primero presentaré las que creemos son las raíces profundas del conflicto. En segundo lugar, analizaré sus principales «manifestaciones clínicas», reservando para el final mi opinión sobre las posibles soluciones.


En primer lugar, no debemos confundir los enfrentamientos, la falta de diálogo entre las partes y el escarnio que pregonan la prensa y las redes sociales con el problema en si mismo y menos aún con sus raíces. Por amargos y dolorosos que sean los incidentes no son más que síntomas, manifestaciones clínicas provocadas por un fenómeno que ha arraigado profundamente en nuestra Sociedad de hoy: el envejecimiento y la «esclerosis» del modelo de democracia representativa vigente desde 1978. Un modelo que ha sufrido el lógico paso del tiempo y que, en su aplicación actual, ha acabado contrayendo una larga y dolorosa enfermedad neurodegerativa. Una enfermedad que, si no ponemos remedio, acabará paralizándonos y deteniendo el progreso democrático de nuestra Sociedad.


En segundo lugar repasaremos los principales síntomas de esta «esclerosis democrática». Destacaremos cuatro.

El primero es que nuestra democracia se ha convertido en una «partidocracia», es decir, una desvirtualización del modelo democrático que consiste en que los partidos políticos abusan del poder dejando al margen la posibilidad de los electores de incidir en las decisiones políticas. Esto ya es malo por sí mismo pero puede convertirse en algo aún más peligroso si genera situaciones proclives a conductas corruptas como nos ha enseñado la reciente sentencia de la trama Gürtel.


Una segunda manifestación clínica es el error palmario de algunos políticos electos que se creen parte de una oligarquía, un club exclusivo de parlamentarios profesionales llamado a defender primero sus propios intereses y sólo después los de los ciudadanos que les han votado. Olvidan que son servidores públicos que sólo representan la voluntad de los electores que han delegado en ellos y en los partidos que los agrupan. Los votos no son una «patente de corso» para que defiendan intereses ajenos a los de los electores. Los votos no son la esencia de la democracia. Las urnas y los votos son únicamente medios técnicos para consultar la opinión de los ciudadanos. La esencia de la democracia es que la soberanía pertenece al pueblo. Por lo tanto, los derechos de los ciudadanos no pueden limitarse a votar cada cuatro años.


El tercer síntoma consiste en transigir que los políticos hagan promesas electorales sin intención de cumplirlas. Las promesas electorales constituyen un verdadero «contrato social» entre los políticos electos y los ciudadanos que les ha otorgado su confianza a través del voto. Y los contratos hay que cumplirlos si no queremos enfrentarnos a denuncias y querellas.


El cuarto y último es la obvia consecuencia de los anteriores: el progresivo alejamiento entre la ciudadanía y los políticos. Así lo demuestran tozudamente las encuestas que suspenden a todos los líderes políticos y, lo que es aún más preocupante, muestran la creciente desconfianza de los ciudadanos en ellos. Es innegable que la clase política está afectada por una falta de empatía, una sequía ideológica y una crisis de credibilidad que la relega a posiciones mediocres dentro del progreso de la Sociedad.


Estas son las malas noticias, la buena es que esta enfermedad democrática tiene tratamiento. No es fácil ni rápido, pero es de eficacia contrastada. Consiste en transformar progresivamente nuestro obsoleto modelo de democracia representativa —de partidocracia— en otro más participativo que acabe con el viejo aforismo de «todo para el pueblo pero sin el pueblo».


La receta requiere tres pasos.


El primero es democratizar los partidos políticos mediante leyes que limiten el excesivo poder que acumulan y que transfieran el control real de los partidos a sus afiliados, simpatizantes y potenciales votantes. Estas fórmulas legales deben evitar que los políticos que han llegado al poder controlen abusivamente los aparatos de los partidos y actúen como auténticos aristócratas y oligarcas.


El segundo consiste en promulgar una ley que vincule la financiación pública de los parlamentarios y de los partidos con representación en las cámaras a la obligación de publicar con periodicidad auditorías de los resultados obtenidos por la aplicación de sus programas electorales. Si no se informa debidamente a los ciudadanos al respecto, no se recibe el pago por escaño parlamentario obtenido ni se hacen efectivos los sueldos asignados a los parlamentarios.


El tercer y último paso implica legislar para que los ciudadanos puedan controlar las actuaciones de los políticos en cualquier momento, sin tener que esperar cuatro años. Deben desarrollarse medidas legales para hacer más fácil y ágil la ejecución de referendos y consultas populares. Hay que explorar nuevos espacios de participación cívica como los talleres de ciudadanos, las conferencias de decisión y los grupos de deliberación. Todas estas innovaciones servirían para informar a los representantes políticos, permitirían la coparticipación entre la ciudadanía y sus representantes e incluso, en algunos casos, posibilitarían que la ciudadanía tomara directamente las decisiones.


En conclusión, no se trata de sustituir la vieja y obsoleta democracia representativa tan partidocrática por otra asamblearia y utópica sino de transformarla complementándola con un mayor control de los partidos y nuevas fórmulas de participación activa de la ciudadanía.


Entiendo que este debería ser el camino a seguir para conseguir una democracia más moderna y de mayor calidad. No olvidemos que la verdadera naturaleza de la democracia radica en la soberanía popular que se expresa mediante la participación del pueblo en la vida pública de tal manera que cuanta más participación de los ciudadanos exista, más calidad democrática tendrá nuestra Sociedad.

De la partidocracia a una democracia más participativa

G. Carrasco, Barcelona
Lectores
viernes, 15 de junio de 2018, 17:04 h (CET)

En Cataluña vivimos tiempos convulsos. Tiempos en los que la vorágine de acontecimientos políticos, tan contradictorios como inexplicables, amenaza la paciencia y la cordura de gran parte de la ciudadanía. ¿Como no sentir vergüenza ajena al contemplar como los políticos se acusan unos a otros de déficit democrático en tanto que, en sede parlamentaria, nos ofrecen espectáculos circenses más propios de saltimbanquis y prestidigitadores que de representantes de la soberanía del pueblo?


La confrontación entre Cataluña y el Estado tiene lugar en un ambiente de gran tensión política, social y judicial. Un entorno cargado de desasosiego y de pasiones desbordadas que hacen imposible un análisis cuidadoso y sereno de «la etiología» —la causa y auténtica raíz— de la actual situación política y social.


Por tanto, cuando se dan situaciones tan complejas y confusas, lo primero que hay que hacer es serenarnos antes de reflexionar sobre ellas. Para hacerlo, resulta imprescindible que los ciudadanos —unionistas, independentistas, equidistantes o neutrales— dejemos al margen momentáneamente nuestras legítimas ideologías personales para poder llevar a cabo un análisis lo más objetivo y preciso posible. Desde esta perspectiva, primero presentaré las que creemos son las raíces profundas del conflicto. En segundo lugar, analizaré sus principales «manifestaciones clínicas», reservando para el final mi opinión sobre las posibles soluciones.


En primer lugar, no debemos confundir los enfrentamientos, la falta de diálogo entre las partes y el escarnio que pregonan la prensa y las redes sociales con el problema en si mismo y menos aún con sus raíces. Por amargos y dolorosos que sean los incidentes no son más que síntomas, manifestaciones clínicas provocadas por un fenómeno que ha arraigado profundamente en nuestra Sociedad de hoy: el envejecimiento y la «esclerosis» del modelo de democracia representativa vigente desde 1978. Un modelo que ha sufrido el lógico paso del tiempo y que, en su aplicación actual, ha acabado contrayendo una larga y dolorosa enfermedad neurodegerativa. Una enfermedad que, si no ponemos remedio, acabará paralizándonos y deteniendo el progreso democrático de nuestra Sociedad.


En segundo lugar repasaremos los principales síntomas de esta «esclerosis democrática». Destacaremos cuatro.

El primero es que nuestra democracia se ha convertido en una «partidocracia», es decir, una desvirtualización del modelo democrático que consiste en que los partidos políticos abusan del poder dejando al margen la posibilidad de los electores de incidir en las decisiones políticas. Esto ya es malo por sí mismo pero puede convertirse en algo aún más peligroso si genera situaciones proclives a conductas corruptas como nos ha enseñado la reciente sentencia de la trama Gürtel.


Una segunda manifestación clínica es el error palmario de algunos políticos electos que se creen parte de una oligarquía, un club exclusivo de parlamentarios profesionales llamado a defender primero sus propios intereses y sólo después los de los ciudadanos que les han votado. Olvidan que son servidores públicos que sólo representan la voluntad de los electores que han delegado en ellos y en los partidos que los agrupan. Los votos no son una «patente de corso» para que defiendan intereses ajenos a los de los electores. Los votos no son la esencia de la democracia. Las urnas y los votos son únicamente medios técnicos para consultar la opinión de los ciudadanos. La esencia de la democracia es que la soberanía pertenece al pueblo. Por lo tanto, los derechos de los ciudadanos no pueden limitarse a votar cada cuatro años.


El tercer síntoma consiste en transigir que los políticos hagan promesas electorales sin intención de cumplirlas. Las promesas electorales constituyen un verdadero «contrato social» entre los políticos electos y los ciudadanos que les ha otorgado su confianza a través del voto. Y los contratos hay que cumplirlos si no queremos enfrentarnos a denuncias y querellas.


El cuarto y último es la obvia consecuencia de los anteriores: el progresivo alejamiento entre la ciudadanía y los políticos. Así lo demuestran tozudamente las encuestas que suspenden a todos los líderes políticos y, lo que es aún más preocupante, muestran la creciente desconfianza de los ciudadanos en ellos. Es innegable que la clase política está afectada por una falta de empatía, una sequía ideológica y una crisis de credibilidad que la relega a posiciones mediocres dentro del progreso de la Sociedad.


Estas son las malas noticias, la buena es que esta enfermedad democrática tiene tratamiento. No es fácil ni rápido, pero es de eficacia contrastada. Consiste en transformar progresivamente nuestro obsoleto modelo de democracia representativa —de partidocracia— en otro más participativo que acabe con el viejo aforismo de «todo para el pueblo pero sin el pueblo».


La receta requiere tres pasos.


El primero es democratizar los partidos políticos mediante leyes que limiten el excesivo poder que acumulan y que transfieran el control real de los partidos a sus afiliados, simpatizantes y potenciales votantes. Estas fórmulas legales deben evitar que los políticos que han llegado al poder controlen abusivamente los aparatos de los partidos y actúen como auténticos aristócratas y oligarcas.


El segundo consiste en promulgar una ley que vincule la financiación pública de los parlamentarios y de los partidos con representación en las cámaras a la obligación de publicar con periodicidad auditorías de los resultados obtenidos por la aplicación de sus programas electorales. Si no se informa debidamente a los ciudadanos al respecto, no se recibe el pago por escaño parlamentario obtenido ni se hacen efectivos los sueldos asignados a los parlamentarios.


El tercer y último paso implica legislar para que los ciudadanos puedan controlar las actuaciones de los políticos en cualquier momento, sin tener que esperar cuatro años. Deben desarrollarse medidas legales para hacer más fácil y ágil la ejecución de referendos y consultas populares. Hay que explorar nuevos espacios de participación cívica como los talleres de ciudadanos, las conferencias de decisión y los grupos de deliberación. Todas estas innovaciones servirían para informar a los representantes políticos, permitirían la coparticipación entre la ciudadanía y sus representantes e incluso, en algunos casos, posibilitarían que la ciudadanía tomara directamente las decisiones.


En conclusión, no se trata de sustituir la vieja y obsoleta democracia representativa tan partidocrática por otra asamblearia y utópica sino de transformarla complementándola con un mayor control de los partidos y nuevas fórmulas de participación activa de la ciudadanía.


Entiendo que este debería ser el camino a seguir para conseguir una democracia más moderna y de mayor calidad. No olvidemos que la verdadera naturaleza de la democracia radica en la soberanía popular que se expresa mediante la participación del pueblo en la vida pública de tal manera que cuanta más participación de los ciudadanos exista, más calidad democrática tendrá nuestra Sociedad.

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