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Durante más de una hora he podido recorrer con detenimiento la estación de Málaga “María Zambrano”

La vieja estación

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Una especie de “Corte Inglés” con trenes incluidos. El tren que esperaba ha llegado con retraso y me ha dado tiempo a recordar.


A mi mente han venido las imágenes de aquella vieja estación situada al final de calle Cuarteles, rodeada del Sector Aéreo, una casa de socorro y las hermanitas de los pobres, donde acudía con regularidad para ayudar a mi padre que venía cargado de maletas, llenas de muestras, tras sus visitas a la clientela de Ronda y Antequera.


En aquella estación, cerrada por una bella cancela de hierro forjado -que un día traspasó el tren arrollando a algún coche de caballos de la parada de la puerta- y coronada por un gran reloj que marcaba los minutos y, a veces las horas de retraso de los correos, “rápidos” y “cortos” que llegaban a nuestra querida Málaga.


En aquella estación pululaba un mundillo de mozos, vendedores de toda clase de artículos: comestibles y “bebestibles”, carteristas, mujeres de vida airada y lugareños despistados. No faltaban militares en busca de destino y religiosos ensotanados. Un auténtico muestrario de aquellos que cogían la maleta de cartón y la talega con comida para varios días y se aprestaban a viajar a destinos que iban de los cercanos pueblos malagueños a Madrid, Barcelona (aquél catalán que tardaba casi 24 horas en llegar a su destino), a la vendimia francesa, Alemania o Suiza.


Viajes que se iniciaban con la conquista de un espacio en el vagón lleno hasta los topes, con las rejillas para el equipaje ocupadas por bultos y que al final servían como camastro para algún espabilado. Apenas se cruzaba la estación de Los Prados, se tiraba de la talega y un festival de tortillas, filetes empanados, chorizos, morcillas y quesos, salían a la luz y se iniciaba el intercambio de alimentos. De algún rincón insospechado salían botellas y botas de vino. A los niños nos compraban en las estaciones del camino unos “refrescos” de marca desconocida que eran de todo menos frescos. Las viejas gaseosas de bolillas.


Me he enrollado con mis recuerdos. Quería hablar de estaciones. Preciosas estaciones decimonónicas que han desaparecido para convertirse en una especie de “carrefures” donde deambula la gente sin rumbo, con maletas que casi andan solas y gentes que van al cine, a comprar los avios del puchero o a disfrazarse con la ropa que acaba de inventarse la franquicia de turno. En Madrid y Barcelona han conservado sus estaciones como unas piezas de museo.


De aquél quiosco de la puerta de la estación (creo que se llamaba “La Gregoria”), hemos pasado a toda una planta de restaurantes y bares donde encuentras más tipos de cocina que en la ONU. Del bocadillo de lomo o los churros, a la caipiriña, el wok y el “brunch”. Me sigo quedando con el bocadillo de calamares de la estación de Atocha. No he conocido otro igual.


La buena noticia de hoy se basa en que “los tiempos adelantan que es una barbaridad”. Para viajar en tren hoy te metes en una especie de cine con ruedas, tras pasar por un escáner. Te sientas en una butaca con la mirada puesta en un marcador, que te asusta con la velocidad del bicho. Cuando consigues conectar los auriculares estás en Córdoba y cuando consigues acoplarte al asiento… estás en Madrid. Pues que bien. Mucho mejor que aquellos vagones de tercera del viaje de estudios. Mucho mejor que la carbonilla que te tragabas en los túneles al intentar ver “el Chorro” por la ventanilla. Mucho mejor conectar con en el metro o la infinidad de taxis que te esperan a la salida, que aquellos coches de caballos que cargaban las maletas en el pescante y te llevaban cadenciosamente calle Ancha hacia abajo en busca de mi vieja calle Mármoles. Estoy convencido de que hemos salido ganando. Pero me gusta recordar aquellos tiempos.

La vieja estación

Durante más de una hora he podido recorrer con detenimiento la estación de Málaga “María Zambrano”
Manuel Montes Cleries
domingo, 18 de marzo de 2018, 12:31 h (CET)

Una especie de “Corte Inglés” con trenes incluidos. El tren que esperaba ha llegado con retraso y me ha dado tiempo a recordar.


A mi mente han venido las imágenes de aquella vieja estación situada al final de calle Cuarteles, rodeada del Sector Aéreo, una casa de socorro y las hermanitas de los pobres, donde acudía con regularidad para ayudar a mi padre que venía cargado de maletas, llenas de muestras, tras sus visitas a la clientela de Ronda y Antequera.


En aquella estación, cerrada por una bella cancela de hierro forjado -que un día traspasó el tren arrollando a algún coche de caballos de la parada de la puerta- y coronada por un gran reloj que marcaba los minutos y, a veces las horas de retraso de los correos, “rápidos” y “cortos” que llegaban a nuestra querida Málaga.


En aquella estación pululaba un mundillo de mozos, vendedores de toda clase de artículos: comestibles y “bebestibles”, carteristas, mujeres de vida airada y lugareños despistados. No faltaban militares en busca de destino y religiosos ensotanados. Un auténtico muestrario de aquellos que cogían la maleta de cartón y la talega con comida para varios días y se aprestaban a viajar a destinos que iban de los cercanos pueblos malagueños a Madrid, Barcelona (aquél catalán que tardaba casi 24 horas en llegar a su destino), a la vendimia francesa, Alemania o Suiza.


Viajes que se iniciaban con la conquista de un espacio en el vagón lleno hasta los topes, con las rejillas para el equipaje ocupadas por bultos y que al final servían como camastro para algún espabilado. Apenas se cruzaba la estación de Los Prados, se tiraba de la talega y un festival de tortillas, filetes empanados, chorizos, morcillas y quesos, salían a la luz y se iniciaba el intercambio de alimentos. De algún rincón insospechado salían botellas y botas de vino. A los niños nos compraban en las estaciones del camino unos “refrescos” de marca desconocida que eran de todo menos frescos. Las viejas gaseosas de bolillas.


Me he enrollado con mis recuerdos. Quería hablar de estaciones. Preciosas estaciones decimonónicas que han desaparecido para convertirse en una especie de “carrefures” donde deambula la gente sin rumbo, con maletas que casi andan solas y gentes que van al cine, a comprar los avios del puchero o a disfrazarse con la ropa que acaba de inventarse la franquicia de turno. En Madrid y Barcelona han conservado sus estaciones como unas piezas de museo.


De aquél quiosco de la puerta de la estación (creo que se llamaba “La Gregoria”), hemos pasado a toda una planta de restaurantes y bares donde encuentras más tipos de cocina que en la ONU. Del bocadillo de lomo o los churros, a la caipiriña, el wok y el “brunch”. Me sigo quedando con el bocadillo de calamares de la estación de Atocha. No he conocido otro igual.


La buena noticia de hoy se basa en que “los tiempos adelantan que es una barbaridad”. Para viajar en tren hoy te metes en una especie de cine con ruedas, tras pasar por un escáner. Te sientas en una butaca con la mirada puesta en un marcador, que te asusta con la velocidad del bicho. Cuando consigues conectar los auriculares estás en Córdoba y cuando consigues acoplarte al asiento… estás en Madrid. Pues que bien. Mucho mejor que aquellos vagones de tercera del viaje de estudios. Mucho mejor que la carbonilla que te tragabas en los túneles al intentar ver “el Chorro” por la ventanilla. Mucho mejor conectar con en el metro o la infinidad de taxis que te esperan a la salida, que aquellos coches de caballos que cargaban las maletas en el pescante y te llevaban cadenciosamente calle Ancha hacia abajo en busca de mi vieja calle Mármoles. Estoy convencido de que hemos salido ganando. Pero me gusta recordar aquellos tiempos.

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