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Marcos Méndez

'El jardinero fiel', de Fernando Meirelles

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Las adaptaciones al cine de las novelas de John Le Carré arrastran un desequilibrio importante entre el diseño de los personajes y la sofisticada trama que proponen. Los primeros se mueven sobre unas relaciones afectivas poco depuradas o incluso diría abocetadas, y la segunda suele ser producto de algún descubrimiento que permite a los primeros denunciar actividades ilícitas (o, como en este caso, directamente inhumanas) provocando la obligada identificación de los espectadores/lectores con sus roles y pareceres por cuestiones que normalmente no van más allá del sentido común.

En El jardinero fiel (The Constant Gardener) la pareja formada por un diplomático inglés (Ralph Fiennes, que no es el gran actor que algunos quieren ver) y una mujer independiente, temeraria y profundamente involucrada en causas humanitarias (Rachel Weisz, quien por su cotidianeidad a la hora de enfrentarse a determinadas escenas se merece algo más que un segundo término) será la encargada de sacar a la luz las calamidades que la Gran Farmacia (así es como algunos llaman a la poderosa industria farmacéutica) se permite (y le permiten) cometer en África (¿dónde si no?, ¿es que hay algún otro lugar en el mundo dónde los niños se contagian el VIH a cada minuto y al resto del planeta le importa un comino?).

El director del tinglado es Fernando Meirelles, brasileño ungido de oro en medio mundo tras la sobrevalorada Ciudad de Dios, film que comparte con el que nos toca una irritada concepción de la puesta en escena (cámara en mano e imágenes de vídeo intentando imprimir cierto aire documental al asunto) y una firme vocación denunciante (quedándose en ambos casos al margen de la denuncia “sentida” tanto en lo político como en lo social).

En este punto convendría matizar que si bien la denuncia hacia los desmanes de las farmacéuticas únicamente la escuchamos en alguna frase suelta aquí y allá, las penalidades y condiciones infrahumanas en las que viven los africanos sí tienen un reflejo más duradero, perdurable en la mente de los que no terminan de acostumbrarse a las noticias destructivas que nos llegan todos los días.

Mas todo se amilana cuando el thriller de acción gana la partida a los personajes y a la denuncia (subrayado por la fotografía de César Charlone y la alterada música del almodovariano Alberto Iglesias), cuando Meirelles y Le Carré hacen un pacto de no-agresión y deciden centrar toda su atención no tanto en los descubrimientos del protagonista como en su sacrificado heroísmo. Entonces África ya importa poco y lo único que queremos es que ruede alguna cabeza para así sentirnos mejor, haciéndonos creer que un último golpe de suerte podrá desenmascarar a todos los culpables. Y esto es precisamente lo malo de los finales felices, que nunca se acuerda uno de ellos.

'El jardinero fiel', de Fernando Meirelles

Marcos Méndez
Marcos Méndez
jueves, 12 de enero de 2006, 00:12 h (CET)
Las adaptaciones al cine de las novelas de John Le Carré arrastran un desequilibrio importante entre el diseño de los personajes y la sofisticada trama que proponen. Los primeros se mueven sobre unas relaciones afectivas poco depuradas o incluso diría abocetadas, y la segunda suele ser producto de algún descubrimiento que permite a los primeros denunciar actividades ilícitas (o, como en este caso, directamente inhumanas) provocando la obligada identificación de los espectadores/lectores con sus roles y pareceres por cuestiones que normalmente no van más allá del sentido común.

En El jardinero fiel (The Constant Gardener) la pareja formada por un diplomático inglés (Ralph Fiennes, que no es el gran actor que algunos quieren ver) y una mujer independiente, temeraria y profundamente involucrada en causas humanitarias (Rachel Weisz, quien por su cotidianeidad a la hora de enfrentarse a determinadas escenas se merece algo más que un segundo término) será la encargada de sacar a la luz las calamidades que la Gran Farmacia (así es como algunos llaman a la poderosa industria farmacéutica) se permite (y le permiten) cometer en África (¿dónde si no?, ¿es que hay algún otro lugar en el mundo dónde los niños se contagian el VIH a cada minuto y al resto del planeta le importa un comino?).

El director del tinglado es Fernando Meirelles, brasileño ungido de oro en medio mundo tras la sobrevalorada Ciudad de Dios, film que comparte con el que nos toca una irritada concepción de la puesta en escena (cámara en mano e imágenes de vídeo intentando imprimir cierto aire documental al asunto) y una firme vocación denunciante (quedándose en ambos casos al margen de la denuncia “sentida” tanto en lo político como en lo social).

En este punto convendría matizar que si bien la denuncia hacia los desmanes de las farmacéuticas únicamente la escuchamos en alguna frase suelta aquí y allá, las penalidades y condiciones infrahumanas en las que viven los africanos sí tienen un reflejo más duradero, perdurable en la mente de los que no terminan de acostumbrarse a las noticias destructivas que nos llegan todos los días.

Mas todo se amilana cuando el thriller de acción gana la partida a los personajes y a la denuncia (subrayado por la fotografía de César Charlone y la alterada música del almodovariano Alberto Iglesias), cuando Meirelles y Le Carré hacen un pacto de no-agresión y deciden centrar toda su atención no tanto en los descubrimientos del protagonista como en su sacrificado heroísmo. Entonces África ya importa poco y lo único que queremos es que ruede alguna cabeza para así sentirnos mejor, haciéndonos creer que un último golpe de suerte podrá desenmascarar a todos los culpables. Y esto es precisamente lo malo de los finales felices, que nunca se acuerda uno de ellos.

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