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“El fracaso es parte de la vida; si no fracasas, no aprendes y si no aprendes, no cambias” Paulo Coelho

¿Mujeres? ¿Van a imponernos un matriarcado totalitario?

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Si partimos del hecho incontrovertible de que, hasta que se demuestre lo contrario, en este mundo no se consigue nada, o casi nada, si no se dispone de los medios para hacerlo y, estos medios, indefectiblemente se centran en la voluntad de conseguirlo, el poder para poder hacerlo y tercero y no por ello menos importante, la disponibilidad del dinero o el crédito precisos para poder ejecutar el proyecto. Sin que se cumplan estas tres condiciones cualquier iniciativa, intento o promesa que se haga de llevar a delante una iniciativa carece de credibilidad y suele estar condenada al más completo fracaso. Aquellos que crean que el mundo se puede cambiar sin más, que se siente bien las ropas antes de intentarlo porque un fracaso puede resultar fatal.


Cuando queremos cambiar de la noche a la mañana un mundo que lleva siglos siendo tal cual es o cuando pensamos que la humanidad, que abarca millones de años de desarrollo sujetándose a unas ciertas pautas de conducta y estereotipos de la sociedad humana que han ido formando parte de miles de generaciones, es casi imposible que se pretenda darle lo que podríamos definir coloquialmente como “el cambiazo” sin que, el intento, acabe por producir efectos no deseados, consecuencias contraproducentes y, en muchas ocasiones, sorprendentes derivadas que, la premura con la que se ha intentado llevar el proceso, no ha permitido tener en cuenta. Veamos el caso de la aparición del SIDA como una enfermedad desconocida, difícil de erradicar y responsable de que, desde su aparición, haya sido una de las principales causas de muerte, tanto en las sociedades civilizadas como en aquellas otras sujetas a privaciones y miseria.


La homosexualidad, como fenómeno excepcional a la heterosexualidad, siempre ha existido y las crónicas de las civilizaciones griega, romana o egipcia ya dan cuenta de casos, más frecuentes de los que se pudieran imaginar, en los que jovencitos efebos eran sodomizados por sus amos o por quienes tenían el suficiente poder para permitirse aquellas depravaciones. Durante muchos años, la sociedad española condenó tanto a los homosexuales como a las lesbianas como seres viciosos, depravados y entregados a actos contra natura. Sin embargo, nadie podía sospechar que, a la larga, la propia venganza que les iba a llegar a estos seres que pretendían alterar las leyes naturales, no sería en forma de rayos, de maldiciones divinas ni de marcas indelebles que los diferenciarían del resto de la humanidad. No, fue en forma de un organismo microscópico, un insignificante virus (el VIH/Sida) conocido como el “virus de la inmunodeficiencia humana”. Se habla de alguna relación de una persona con un simio que, a la vez, era portador de ese microrganismos que se iba a convertir en una de las peores plagas a las que ha sido sometida la sociedad humana en los últimos tiempos.


Hoy ya nadie habla del SIDA como una epidemia que tuvo su origen en la homosexualidad y, las modernas ideas de absoluto reconocimiento e indulgencia con todos los vicios, especialmente los relacionados con la sexualidad (seguramente, como reacción incontrolada a las exageraciones relacionadas con la represión y condena que, algunas religiones, estuvieron ejerciendo sobre la sexualidad de las personas) y una defensa exacerbada, deshumanizada e injusta de los derechos de las mujeres sobre su propio cuerpo, en relación con el tema de la concepción; han servido para que se hayan metido en el mismo saco a homosexuales y heterosexuales considerando que todos tienen los mismo derechos y que tan familia son las parejas heterosexuales como las de gays y las de lesbianas. La realidad es que la raza humana se ha convertido, para las nuevas generaciones, en una sociedad cada vez más libertaria y tolerante con las costumbres de sus miembros, algo que se han apresurado a dejar plasmado en leyes en las que, en beneficio de las libertades y de los derechos de las mujeres, no se ha dudado en sacrificar el derecho a la vida de cientos de miles y millones de fetos, víctimas de los bisturíes de los cirujanos que, para enriquecerse, no han dudado en darle la vuelta al ejemplar del juramento hipocrático que cuelga de la pared de sus despachos, para tranquilizar su conciencia.


De nuevo estamos ante un acontecimiento, inédito hasta ahora, en el que el feminismo recalcitrante, incontrolado, belicoso y revanchista, parece decidido a insistir en algo que ya debería de haberse olvidado hace años y que, como ave Fénix, algunas de la farándula, antisistema e ignorantes del papel de las mujeres a lo largo de la historia de la humanidad intentan, a la fuerza, sin tregua ni razón, pasando por encima del sentido común e iniciando una batalla absurda en contra de los varones; darle la vuelta a una sociedad en la que los roles de los sexos estuvieron determinados por una diferenciación de funciones pero que, desde ya hace muchos años, aquellas injusticias, prohibiciones, obstáculos, prejuicios o imposiciones machistas ya han desaparecido; de modo que, hoy en día, todas las chicas que quieren pueden estudiar, practicar profesiones liberales y formar parte del Ejército si tiene las condiciones físicas y síquicas para ello, de modo que pueden decidir libremente hacia dónde quiere enfocar su futuro, con la misma facilidad que los hombres.


Otra cosa es que, como viene sucediendo, se haya desatado una verdadera revolución femenina, un insistente y machacón intento de las mujeres de imponer sus opiniones y reclamaciones de forma agresiva, sin contemplaciones y con un evidente intento de humillar al sexo contrario, al que se le viene acusando de algo de lo que no tiene culpa alguna ya que, como el resto de los animales, el rol masculino en todas las especies ha venido siendo el de ser responsable de la defensa de su familia, proporcionarle sustento, hacerse cargo de las labores más pesadas y velar por el bienestar de los suyos. Ahora las mujeres ya no piden que se las deje estudiar, ocupar puestos de trabajo, ser militares, dirigir empresas, ocupar puestos en la política o en los gobiernos; no, señores, porque todo ello ya lo han conseguido, incluso, algunas ostentan cargos militares de alta graduación. Ahora ya quieren cupos, ya piden el 50% de los cargos en las empresas, en los municipios, en el Ejército y en cualquier organización civil o militar en la que trabajen hombres y mujeres. Y esto carece de toda lógica.


Ahora se van a manifestar por pedir de nuevo “igualdad”. ¿Igualdad, pero en qué sentido? Es evidente que lo que pretenden es ganar lo mismo que los hombres, según ellas: si existe igualdad de funciones, de categoría, de horas de trabajo o de calificación profesional, han de ganar lo mismo. Lo que nos preguntamos es si, en realidad, ¿esta igualdad retributiva que piden para equiparase a los hombres, se está produciendo en el caso de los mismos varones? ¿Ganan todos los varones que tienen una misma categoría, realizan unas mismas funciones o trabajan las mismas horas, lo mismo? Evidentemente que no. Son muchos los factores que influyen en el trabajo, tales como la productividad, la inteligencia, el esfuerzo, la atención, el conocimiento, la habilidad etc. que, sin duda alguna vienen influyendo en la retribución de un trabajador, aparte del puesto que ocupa o de la calificación profesional que le corresponda. Las mujeres, estas que se muestran tan despreciativas con el sexo contrario, que menosprecian la inteligencia masculina o que pretenden que están mejor dotadas para el trabajo que los hombres, sí tienen, por su propia constitución física y por su función de ser madres, algunas limitaciones de las que carecen los hombres. Se ha demostrado que, en las fábricas las mujeres tienen un absentismo mayor que los hombres y no precisamente por tener que ocuparse de los hijos o hacer las labores del hogar, simplemente, debido a que unos días no están en condiciones físicas de acudir a trabajar.


Un empresario o empresaria debe tener la libertad de elegir al tipo de persona que le interese contratar para su propia empresa y no se le debe imponer que contrate a hombres y mujeres cuando la persona que ha expuesto su patrimonio invirtiendo en una actividad, tiene la idea de quien mejor le va a solucionar sus problemas productivos sean hombres o, en su caso, mujeres, sin que nadie de fuera, ni sindicatos ni ayuntamientos ni leyes absurdas puedan obligarles a sujetarse a modelos estereotipados que no casen con la visión que tiene de su propio negocio. Resulta absurdo que, aparte de lo que fijen los convenios colectivos o las leyes laborales, un empresario no pueda decidir premiar con una retribución más alta a aquel que es más eficaz, del que mejor se puede fiar, que trabaja mejor o que más interés pone en su labor, sea hombre o mujer, sin que se vea obligado a pagar por igual al buen o al mal trabajador. Una política semejante sólo puede acabar conduciendo a empresa y trabajadores al cierre del negocio.


Y no deseo terminar este comentario sin referirme a una clase de hombres que, no se sabe bien por qué motivos, han decidido pasarse con todos los pertrechos y sensibilidades feministas, al bando de esas mujeres que han decidido destapar la caja de Pandora de sus hostilidades hacia el sexo contrario para, con esa primera huelga femenina y feminista, intentar demostrar que, el mando que antes todas las mujeres venían ejerciendo en sus respectivas familias y que nadie les disputaba, ahora, en el SigloXXI, parece que pretenden ejercerlo dentro y fuera del hogar, convencidas de que están capacitadas y disponen de las mismas armas que sus “rivales” los hombres. Es cierto que hay hombres afeminados, otros que se enamoran de otros hombres y los hay, en mis tiempos les llamábamos “calzonazos”, que no hacen más que vivir debajo de las faldas de sus mujeres. Estos son los que, incapaces de levantar su voz en protesta contra estas virulentas defensoras de la emancipación femenina y de la lucha contra los hombres, se han añadido al coro de las plañideras que les bailan las aguas a quienes no piensan en otra cosa que en convertirlos en meros espantajos sobre los que disponer y, en su momento, aprovecharse. Nadie ha demostrado, en los años que ya llevan las mujeres en puestos importantes, incluso como mandatarias de naciones importantes, que esta mujeres que han conseguido elevarse a la altura de los hombres más importantes, se hayan distinguido de los hombres en cuanto a los problemas a los que han tenido que enfrentarse y, en muchos casos, han resultado tan perjudiciales para aquellos sobre los que gobernaban, como el peor de los gobernantes masculinos.


O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, cuando vemos lo que en estos tiempo de gran desconcierto político, este grupo de feministas, demostrando la inoportunidad de su iniciativa, se dedican a crear más confusión, si cabe, en un empeño de vender a los españoles y a los millones de mujeres que siguen sin estar de acuerdo con esta masculinización de las mujeres (que nada tiene que ver con las mujeres profesionales, trabajadoras, científicas o artistas que se ganan la vida con sus profesiones u oficios que no comparten tales ideas) unas pretensiones que se salen de lo razonable, cuando las convierten en una batalla absurda para imponerse al sexo contrario.

¿Mujeres? ¿Van a imponernos un matriarcado totalitario?

“El fracaso es parte de la vida; si no fracasas, no aprendes y si no aprendes, no cambias” Paulo Coelho
Miguel Massanet
jueves, 8 de marzo de 2018, 07:08 h (CET)

Si partimos del hecho incontrovertible de que, hasta que se demuestre lo contrario, en este mundo no se consigue nada, o casi nada, si no se dispone de los medios para hacerlo y, estos medios, indefectiblemente se centran en la voluntad de conseguirlo, el poder para poder hacerlo y tercero y no por ello menos importante, la disponibilidad del dinero o el crédito precisos para poder ejecutar el proyecto. Sin que se cumplan estas tres condiciones cualquier iniciativa, intento o promesa que se haga de llevar a delante una iniciativa carece de credibilidad y suele estar condenada al más completo fracaso. Aquellos que crean que el mundo se puede cambiar sin más, que se siente bien las ropas antes de intentarlo porque un fracaso puede resultar fatal.


Cuando queremos cambiar de la noche a la mañana un mundo que lleva siglos siendo tal cual es o cuando pensamos que la humanidad, que abarca millones de años de desarrollo sujetándose a unas ciertas pautas de conducta y estereotipos de la sociedad humana que han ido formando parte de miles de generaciones, es casi imposible que se pretenda darle lo que podríamos definir coloquialmente como “el cambiazo” sin que, el intento, acabe por producir efectos no deseados, consecuencias contraproducentes y, en muchas ocasiones, sorprendentes derivadas que, la premura con la que se ha intentado llevar el proceso, no ha permitido tener en cuenta. Veamos el caso de la aparición del SIDA como una enfermedad desconocida, difícil de erradicar y responsable de que, desde su aparición, haya sido una de las principales causas de muerte, tanto en las sociedades civilizadas como en aquellas otras sujetas a privaciones y miseria.


La homosexualidad, como fenómeno excepcional a la heterosexualidad, siempre ha existido y las crónicas de las civilizaciones griega, romana o egipcia ya dan cuenta de casos, más frecuentes de los que se pudieran imaginar, en los que jovencitos efebos eran sodomizados por sus amos o por quienes tenían el suficiente poder para permitirse aquellas depravaciones. Durante muchos años, la sociedad española condenó tanto a los homosexuales como a las lesbianas como seres viciosos, depravados y entregados a actos contra natura. Sin embargo, nadie podía sospechar que, a la larga, la propia venganza que les iba a llegar a estos seres que pretendían alterar las leyes naturales, no sería en forma de rayos, de maldiciones divinas ni de marcas indelebles que los diferenciarían del resto de la humanidad. No, fue en forma de un organismo microscópico, un insignificante virus (el VIH/Sida) conocido como el “virus de la inmunodeficiencia humana”. Se habla de alguna relación de una persona con un simio que, a la vez, era portador de ese microrganismos que se iba a convertir en una de las peores plagas a las que ha sido sometida la sociedad humana en los últimos tiempos.


Hoy ya nadie habla del SIDA como una epidemia que tuvo su origen en la homosexualidad y, las modernas ideas de absoluto reconocimiento e indulgencia con todos los vicios, especialmente los relacionados con la sexualidad (seguramente, como reacción incontrolada a las exageraciones relacionadas con la represión y condena que, algunas religiones, estuvieron ejerciendo sobre la sexualidad de las personas) y una defensa exacerbada, deshumanizada e injusta de los derechos de las mujeres sobre su propio cuerpo, en relación con el tema de la concepción; han servido para que se hayan metido en el mismo saco a homosexuales y heterosexuales considerando que todos tienen los mismo derechos y que tan familia son las parejas heterosexuales como las de gays y las de lesbianas. La realidad es que la raza humana se ha convertido, para las nuevas generaciones, en una sociedad cada vez más libertaria y tolerante con las costumbres de sus miembros, algo que se han apresurado a dejar plasmado en leyes en las que, en beneficio de las libertades y de los derechos de las mujeres, no se ha dudado en sacrificar el derecho a la vida de cientos de miles y millones de fetos, víctimas de los bisturíes de los cirujanos que, para enriquecerse, no han dudado en darle la vuelta al ejemplar del juramento hipocrático que cuelga de la pared de sus despachos, para tranquilizar su conciencia.


De nuevo estamos ante un acontecimiento, inédito hasta ahora, en el que el feminismo recalcitrante, incontrolado, belicoso y revanchista, parece decidido a insistir en algo que ya debería de haberse olvidado hace años y que, como ave Fénix, algunas de la farándula, antisistema e ignorantes del papel de las mujeres a lo largo de la historia de la humanidad intentan, a la fuerza, sin tregua ni razón, pasando por encima del sentido común e iniciando una batalla absurda en contra de los varones; darle la vuelta a una sociedad en la que los roles de los sexos estuvieron determinados por una diferenciación de funciones pero que, desde ya hace muchos años, aquellas injusticias, prohibiciones, obstáculos, prejuicios o imposiciones machistas ya han desaparecido; de modo que, hoy en día, todas las chicas que quieren pueden estudiar, practicar profesiones liberales y formar parte del Ejército si tiene las condiciones físicas y síquicas para ello, de modo que pueden decidir libremente hacia dónde quiere enfocar su futuro, con la misma facilidad que los hombres.


Otra cosa es que, como viene sucediendo, se haya desatado una verdadera revolución femenina, un insistente y machacón intento de las mujeres de imponer sus opiniones y reclamaciones de forma agresiva, sin contemplaciones y con un evidente intento de humillar al sexo contrario, al que se le viene acusando de algo de lo que no tiene culpa alguna ya que, como el resto de los animales, el rol masculino en todas las especies ha venido siendo el de ser responsable de la defensa de su familia, proporcionarle sustento, hacerse cargo de las labores más pesadas y velar por el bienestar de los suyos. Ahora las mujeres ya no piden que se las deje estudiar, ocupar puestos de trabajo, ser militares, dirigir empresas, ocupar puestos en la política o en los gobiernos; no, señores, porque todo ello ya lo han conseguido, incluso, algunas ostentan cargos militares de alta graduación. Ahora ya quieren cupos, ya piden el 50% de los cargos en las empresas, en los municipios, en el Ejército y en cualquier organización civil o militar en la que trabajen hombres y mujeres. Y esto carece de toda lógica.


Ahora se van a manifestar por pedir de nuevo “igualdad”. ¿Igualdad, pero en qué sentido? Es evidente que lo que pretenden es ganar lo mismo que los hombres, según ellas: si existe igualdad de funciones, de categoría, de horas de trabajo o de calificación profesional, han de ganar lo mismo. Lo que nos preguntamos es si, en realidad, ¿esta igualdad retributiva que piden para equiparase a los hombres, se está produciendo en el caso de los mismos varones? ¿Ganan todos los varones que tienen una misma categoría, realizan unas mismas funciones o trabajan las mismas horas, lo mismo? Evidentemente que no. Son muchos los factores que influyen en el trabajo, tales como la productividad, la inteligencia, el esfuerzo, la atención, el conocimiento, la habilidad etc. que, sin duda alguna vienen influyendo en la retribución de un trabajador, aparte del puesto que ocupa o de la calificación profesional que le corresponda. Las mujeres, estas que se muestran tan despreciativas con el sexo contrario, que menosprecian la inteligencia masculina o que pretenden que están mejor dotadas para el trabajo que los hombres, sí tienen, por su propia constitución física y por su función de ser madres, algunas limitaciones de las que carecen los hombres. Se ha demostrado que, en las fábricas las mujeres tienen un absentismo mayor que los hombres y no precisamente por tener que ocuparse de los hijos o hacer las labores del hogar, simplemente, debido a que unos días no están en condiciones físicas de acudir a trabajar.


Un empresario o empresaria debe tener la libertad de elegir al tipo de persona que le interese contratar para su propia empresa y no se le debe imponer que contrate a hombres y mujeres cuando la persona que ha expuesto su patrimonio invirtiendo en una actividad, tiene la idea de quien mejor le va a solucionar sus problemas productivos sean hombres o, en su caso, mujeres, sin que nadie de fuera, ni sindicatos ni ayuntamientos ni leyes absurdas puedan obligarles a sujetarse a modelos estereotipados que no casen con la visión que tiene de su propio negocio. Resulta absurdo que, aparte de lo que fijen los convenios colectivos o las leyes laborales, un empresario no pueda decidir premiar con una retribución más alta a aquel que es más eficaz, del que mejor se puede fiar, que trabaja mejor o que más interés pone en su labor, sea hombre o mujer, sin que se vea obligado a pagar por igual al buen o al mal trabajador. Una política semejante sólo puede acabar conduciendo a empresa y trabajadores al cierre del negocio.


Y no deseo terminar este comentario sin referirme a una clase de hombres que, no se sabe bien por qué motivos, han decidido pasarse con todos los pertrechos y sensibilidades feministas, al bando de esas mujeres que han decidido destapar la caja de Pandora de sus hostilidades hacia el sexo contrario para, con esa primera huelga femenina y feminista, intentar demostrar que, el mando que antes todas las mujeres venían ejerciendo en sus respectivas familias y que nadie les disputaba, ahora, en el SigloXXI, parece que pretenden ejercerlo dentro y fuera del hogar, convencidas de que están capacitadas y disponen de las mismas armas que sus “rivales” los hombres. Es cierto que hay hombres afeminados, otros que se enamoran de otros hombres y los hay, en mis tiempos les llamábamos “calzonazos”, que no hacen más que vivir debajo de las faldas de sus mujeres. Estos son los que, incapaces de levantar su voz en protesta contra estas virulentas defensoras de la emancipación femenina y de la lucha contra los hombres, se han añadido al coro de las plañideras que les bailan las aguas a quienes no piensan en otra cosa que en convertirlos en meros espantajos sobre los que disponer y, en su momento, aprovecharse. Nadie ha demostrado, en los años que ya llevan las mujeres en puestos importantes, incluso como mandatarias de naciones importantes, que esta mujeres que han conseguido elevarse a la altura de los hombres más importantes, se hayan distinguido de los hombres en cuanto a los problemas a los que han tenido que enfrentarse y, en muchos casos, han resultado tan perjudiciales para aquellos sobre los que gobernaban, como el peor de los gobernantes masculinos.


O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, cuando vemos lo que en estos tiempo de gran desconcierto político, este grupo de feministas, demostrando la inoportunidad de su iniciativa, se dedican a crear más confusión, si cabe, en un empeño de vender a los españoles y a los millones de mujeres que siguen sin estar de acuerdo con esta masculinización de las mujeres (que nada tiene que ver con las mujeres profesionales, trabajadoras, científicas o artistas que se ganan la vida con sus profesiones u oficios que no comparten tales ideas) unas pretensiones que se salen de lo razonable, cuando las convierten en una batalla absurda para imponerse al sexo contrario.

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