Pim, pam, pum, un kazajo de 36 años ataca a 16 kilómetros de meta y se alza con su segunda Lieja-Bastogne-Lieja. Es un día de fiesta, de alegría, de júbilo, de felicidad, de satisfacción, de champán volando, de abrazo tras abrazo, porque un chico del Este, ya veterano, de cabello rubio, que entiende el ciclismo sólo mirando desde el lado ofensivo, un bruto que parece un misil cuando pega a los pedales, dueño de dos piernas que martillean, que machacan, que golpean, el asfalto, se llevó un triunfo al que aspiraban los mejores ciclistas del mundo, algunos más jóvenes, más guapos. Una bonita victoria. Una bonita escena de ese ciclista que va de azul celeste, del mismo azul con el que viste un tal Contador. Pero no todo es lo que parece. No todo es lo que podía haber sido.
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“Sólo pido ser respetado”. Frase de ese kazajo, frase de Vino al día siguiente de inscribir su nombre otra vez en una clásica vieja, añeja, la más antigua, la Lieja. Vino es Alexander Vinokourov, un tipo al que el pasado no abandona, al que el pasado no deja disfrutar en un día que podría haber sido el comienzo de un lazo que hubiese cerrado un libro magnífico, una carrera llena de historias, llena de aventuras, llena de hazañas de un bravo corredor de un país hasta entonces desconocido en ese mundo llamado ciclismo, de Kazajistán, y que un día de julio echó todo por tierra, todo por el cubo de basura con una pegatina que llevaba dopaje como contenido. Fue en 2007, en el Tour de Contador, en el Tour que comenzó ensuciando él, que terminó de hacerlo Rasmussen y que el joven de Pinto acabó limpiando.
Aquello le mantuvo dos años, hasta el pasado agosto, alejado de la competición. Aquello le privó de seguir con una historia preciosa. Una historia que narraba la aventura de un chico que llegó del Este para enseñar al resto que el ciclismo no es un deporte en el que sirva la calculadora, en el que la inteligencia pueda con la fuerza, en el que la cabeza derrote a las piernas. Narraba la vida del hombre que arrebató en un descenso la Vuelta a España 2006 al superclase Valverde tras estar casi descartado después de la primera cita con la montaña. El hombre que empezó a ganar esa Vuelta en La Cobertoria con una bomba en forma de ataque a dúo junto a su inseparable Kashechkin, otro kazajo. El hombre que corrió el Tour de su “muerte” herido y que, aún así, a golpe de orgullo, labró una imagen de ser de otro planeta, de un ciclista que se dopaba a base de dolor, golpe tras golpe, cuando veía sangre, cuando la olía.
Pero no, no era esa, precisamente, la forma que usaba para convertirse en toro cuando agarraba los cuernos de su bicicleta. Una transfusión de sangre destrozó una leyenda hace cerca de tres años. Y el pasado domingo, cuando entró en Lieja acompañado por Kolobnev, algunos aficionados se lo recordaron en forma de silbidos. Silbidos que seguro se habrán metido en la cabeza de Vino, quien pensará, imaginará, cómo podía haber sido su vida. Una vida de película.