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Raúl Galache
Raúl Galache
Relato breve

Se demoraba en la colación de los productos. Ajustaba los huecos en las bolsas de modo que el pan de molde no se aplastara, los tomates no se magullaran y los huevos llegaran a casa ilesos. Aprovechaba ese tiempo elástico para soltar alguna frase pretendidamente ingeniosa que llevaba toda la semana preparando.

Crítica teatral. Solitudes, de Kulunka Teatro

El instante previo a una función teatral tiene algo de ritual, de acceso a la magia; el mundo real se oscurece y se ilumina otro que no lo es, pero que cobra vida ante nosotros. La puerta por la que el espectador atraviesa el umbral de la ficción, abandona su mundo cotidiano y entra en otro –más duro o más amable, pero siempre más coherente- es clave para el resto funcione.

Sorprende la facilidad con que en España se habla de educación. Esto no ocurre con la medicina o con la ciencia en general, pero sí con la enseñanza

Parece que algo terrible está pasando en las aulas españolas. No es raro toparse con el apocalipsis educativo en tertulias o artículos varios, como, por ejemplo, el de Ana Iris Simón titulado “Lo progresista es dar dos pasos atrás”, publicado en El País el pasado 9 de diciembre. Argumentaba la escritora que la ruina de la educación española se asienta en las líneas pedagógicas innovadoras que últimamente pueblan las aulas.

Crítica teatral de "Forever", Kulunka teatro, CDN

Iñaki Rikarte tiene el don. En todos sus montajes que he visto se aprecia una dirección que quiere esconderse tras la trama, pero que, inevitablemente, deja su huella —como se suele decir de John Ford, por ejemplo—: lirismo, crudeza, ritmo, sensibilidad, ternura hacia los personajes y un hondo conocimiento de los resortes escénicos, tanto técnicos como argumentales.

Eran las 12:30 del pasado sábado, cuando, en el Antiguo Hospital de Santa María la Rica, Francisco Martínez Morán, cual torero a puerta gayola, así habló: “se han cerrado las puertas. Nuestro personaje deja a sus espaldas el zaguán”. Comenzaba con el inicio del libro un acto en el que nuestro autor fue dejando caer, línea a línea, la obra entera. Una acción inusual, sin duda, generosa y audaz, que fue muy del gusto del público que llenaba la sala.

Además de una gata llamada Mía, en mi casa viven dos conejas: Nube y Bella. Bella habita la cocina. Cada vez que alguien abre la puerta de la nevera, se acerca corriendo y se alza sobre sus dos patas traseras. Es su modo de pedir que le den hierbecillas frescas, como canónigos o rúcula. De sobra sabe ella que de ahí salen y que ese ruido precede al manjar.

A Mía le gusta esconderse detrás de la cortina y mirar pasar los coches desde la ventana. Cuando la descubres en su escondite, te observa con ojos de estupefacción, como si pensara “¡¿cómo me habrán encontrado, con lo bien escondida que yo estaba?!”. Después, pega cuatro saltos gráciles y sale por la puerta si no está cerrada; porque así es Mía, una gatita gris y blanca cuyo mayor afán es que le abran las puertas de la casa.

Vivir es suceder instantes. Bien lo sabe Francisco José Martínez Morán, como muestra este libro, ganador del Premio Internacional Francisco Brines. No es un poemario que busca la luz en la oscuridad, el fuego en la ceniza, el silencio en el ruido. Acude el autor a símbolos esenciales en busca de la “intelijencia” que le dé el nombre de las cosas.

Los eficaces siempre llegan a tiempo a la salida del tren; de hecho, apenas ocupan su asiento, la máquina silba y sus ruedas corren sobre la vía como espuma en el agua. Los torpes llegan siempre cuando el tren ya ha salido y sobre la estación cae un polvo de mariposas muertas. Ellos suspiran ausentes mientras imaginan el pasar de los árboles tras las ventanillas como pájaros suicidas.

The Water of Tyne es una canción tradicional inglesa, delicada y sencilla, como los guijarros que desgasta el agua hasta hacerlos suaves como hoja de palma. En ella, en la canción, una joven amante llora por la separación de su amado. Entre los dos corren las caudalosas aguas del río Tyne —“the water of Tyne runs between him and me”, dice la letra—, así que la chica no puede hacer otra cosa que quedarse ahí, en su lado de la orilla.

Leí La lluvia amarilla, de Julio Llamazares, hacia 1998, unos diez años después de su publicación. Para entonces, ya era uno de esos libros que había que leer. Recuerdo que me caló hondamente el lirismo de la novela. Ahora, tras asistir a la función teatral que la adapta, compruebo que solo recordaba una de las muchas caras de la obra; las otras me han asaltado durante la representación como un río desbordando los diques que lo contienen. 

Siempre había creído que mi destreza olfativa era razonablemente buena, incluso superior a la media, me atrevía a pensar, hasta que no hace mucho asistí a la mayor demostración de agudeza que jamás he visto en este campo, una suerte de superpoder, a mis ojos; una habilidad extrahumana, digna realmente de un sabueso o de un felino, como se verá.

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